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Universidad Central

Nuestros consejeros opinan

Fernando Sánchez Torres, consejero permanente de la Institución, y Jaime Arias Ramírez, presidente del Consejo Superior, dan su punto de vista acerca de diferentes temas de actualidad en sus columnas de opinión en la revista KienyKe y en el diario El Tiempo, respectivamente. Léalas a continuación.

*Las opiniones expresadas en estas columnas no reflejan la posición de la Universidad Central.

Fernando Sánchez Torres

¿Qué es la salud?

Aquello de que ‘la salud no tiene precio ni puede ser un negocio’ es una simple falacia.

En mi columna anterior me ocupé del tema de la felicidad y la relacioné con la salud. Ambas son percepciones propias de la especie humana (quizás también de algunas especies inferiores, ¿por qué no?) y tenidas como bienes invaluables, pese a no existir una definición precisa sobre ninguna de las dos.

El concepto o significado de ‘salud’, que pareciera obvio, se ha prestado para diferentes interpretaciones, dando lugar a confusión y a conductas y reclamos injustificados de quienes consideran haberla perdido. Todos creemos saber qué es la salud, pero si fuéramos a definirla, fracasaríamos en el intento. Sucede como con la felicidad. “Bienaventurado el que sabe que algo es así sin poder explicar por qué lo es”, decía sabiamente el escritor oriental Lin Yutang.

En el Preámbulo de la Constitución de la Organización Mundial de la Salud (OMS), adoptada en Nueva York en 1946, se lee: “La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. No obstante haber recibido muchas críticas, esta definición se mantiene vigente transcurridos algo más de setenta años de aprobada.

Dando por acertada esa definición, puede deducirse que la salud no es un simple constructo mental, una ficción. Es algo que, siendo inasible, es objetivable por un examinador atento y percibido por quien la posee. Se afirma que la salud no tiene precio, para excluirla del ámbito mercantil, es decir que siendo un bien mayor no es una mercancía vendible ni comprable, aun cuando la realidad sea otra. En la práctica hay que pagar para rescatarla y, a veces, para conservarla.

Existe un mercado de la salud a la luz del día –público y privado– que, por ser necesario, tiene la anuencia de las autoridades y la complacencia de vendedores y compradores. Por eso, aquello de que ‘la salud no tiene precio ni puede ser un negocio’ es una simple falacia.

Hace un par de años, en un foro sobre la salud realizado en Cartagena, escuché a un médico colombocanadiense, profesor de la Facultad de Medicina de Toronto en la cátedra ‘Innovación en salud’, plantear y defender una tesis, para mí discutible por considerarla potencialmente peligrosa dentro de un sistema sanitario. Ese profesor se llama Alejandro Jadad Bechara y ha sido galardonado internacional y nacionalmente (en Colombia se le dio la Orden del Congreso de la República).

Para él, la salud es un asunto subjetivo, lo cual es cierto parcialmente, pero si se tiene en cuenta la definición de la OMS, es decir, analizado desde el campo de la salud pública, esa afirmación es otra falacia. Su conferencia se tituló ‘La pandemia oculta de la salud’, y en ella afirmó que quien se sienta sano está sano. Si un individuo –digo yo– que vive en un medio carente de agua potable, de sanitario, se halla desnutrido, anémico, por carecer de alimentación adecuada, y manifiesta sentirse saludable, ¿podrían las autoridades sanitarias quedar tranquilas?

Algo más: hay personas que manifiestan que están enfermas, sin estarlo en realidad. Son los llamados ‘hipocondríacos’, lastre para los servicios de salud, pues hacen uso de ellos innecesariamente. Yo puedo tener un cáncer evolutivo silencioso. Si me preguntan cómo me siento, diré que bien. ¿El oncólogo estará de acuerdo conmigo? Hay que tener en cuenta que un sistema de salud eficiente es aquel que está en capacidad de identificar cuándo un individuo se halla sano de verdad o de verdad enfermo. Aún más, si está en capacidad de mantener objetiva y subjetivamente sano al individuo sano y en capacidad, asimismo, de devolverle la salud al que de verdad está enfermo, si ello es posible científicamente.

Como corolario de las anteriores reflexiones, la subjetividad no es un buen instrumento para medir el estado de salud de un país. Tratándose de la felicidad, ¿podrá decirse lo mismo? La gran mayoría de los colombianos, de todos los estratos, afirma vivir feliz en Colombia.

¿Qué es la felicidad?

Una aspiración elemental de todo ser humano, no importa que carezca de definición.

De manera coincidente, en su habitual columna, el profesor Francisco Cajiao tocó un tema que yo venía madurando para comentarlo en la mía. Él lo tituló ‘Los problemas de la felicidad’, y luego de un juicioso análisis descarta la posibilidad de que la felicidad sea un valor supremo y un derecho superior. Como corolario, acepta que nadie puede ofrecernos la felicidad, pues ella es el resultado de nuestra propia dedicación y esfuerzo.

 

En un principio pensé que el maestro Cajiao me había chiviado, como se dice en el argot periodístico cuando otro se nos adelanta en la divulgación de una noticia, y que debía desechar el asunto. Sin embargo, releyéndolo advertí que faltaba mucho por decir sobre la materia, partiendo de la respuesta a la pregunta ¿qué es la felicidad?, y continuando con las formas de manifestarse y de obtenerse. Siendo así, decidí embarcarme también en el cuento de la felicidad, que es como él inicia su columna.

"'La salud es la felicidad, pues es el más soberano placer'. Como médico y como paciente puedo certificar que es así".

Es imposible definir lo que es ella por tratarse de algo subjetivo, es decir que cada cual la interpreta a su manera. Sabemos cuándo estamos felices, pero no podemos describir con palabras ese estado. Desde la antigüedad se ha querido saber lo que en verdad es. Los primeros filósofos la consideraron un sumo bien, doctrina conocida como eudemonismo. En El banquete, Platón la menciona: “Es, en efecto, por la posesión de las cosas buenas como son felices los hombres”. Por su parte, Aristóteles afirma que “la felicidad es un bien que la naturaleza humana, como naturaleza individual, persigue”. El africano Agustín de Hipona –vale decir, san Agustín– registró en La ciudad de Dios que donde se halle la Felicidad (escrita con mayúscula), ¿qué bien no habrá? Para él, la felicidad era un regalo de los dioses. Perseguir este bien es, pues, una aspiración elemental de todo ser humano, no importa que carezca de definición. Los hacedores de leyes, que son –que debieran ser– los encargados de propiciar el bien de la sociedad, dicen tener siempre en la mira la búsqueda de la felicidad. Como lo mencionó el profesor Cajiao, los fundadores de Estados Unidos de Norteamérica dejaron consignado, como sustentación para su Constitución, que “la democracia no hace felices a todos, pero permite la búsqueda de la felicidad”.

Desconozco qué tipo de felicidad encuentran en los paraísos artificiales, producto del consumo deletéreo de sustancias psicoactivas, los individuos que consideran el mundo que los rodea una porquería y buscan escapar de él. Para ellos, esas sustancias son “el sumo bien”, sin importar que sean una forma de suicidio.

Cuando se llega a viejo, uno suele preguntarse si su transcurrir vital ha sido feliz o no. En mi caso, para darme respuesta, echo mano de la definición del médico y humanista español contemporáneo Pedro Laín Entralgo: “La felicidad consiste en la vivencia de una plena posesión y una plena fruición de todo lo que uno es, puede ser y quiere ser”. Se trata de una definición no inmediatista que considera la felicidad algo no fugaz, sino el producto de una realidad permanente donde inevitablemente interviene un ingrediente considerado, este sí, un regalo de los dioses y que Tomás Moro mencionaba en su Utopía: “La salud es la felicidad, pues es el más soberano placer”. Como médico y como paciente puedo certificar que es así. Sin salud no puede sentirse esa fruición que Laín le adjudica a la felicidad. Sin salud no puede uno realizarse. Por eso, la misión de los médicos es de tanta trascendencia. Con frecuencia escuchamos decir a nuestros pacientes: ‘Gracias, doctor, por haberme devuelto la salud y la felicidad’.

Profesor Cajiao: los médicos sí podemos proporcionar felicidad, derivada de un bien mayor que es la salud, que es la posesión de una cosa buena que hace felices a los hombres y mujeres, como diría Platón.

Rememorando historia

Apostaron en la calle 13 soldados del Batallón Colombia, pero no eran veteranos de Corea.

En la edición del 8 de junio último, en este periódico el avezado periodista Leopoldo Villar Borda hizo un recuento de lo ocurrido en Bogotá los días 8 y 9 de junio de 1954, fechas ingratas en la historia del país y, particularmente, en la del martirologio estudiantil. Como él lo registra, los acontecimientos luctuosos sucedidos en la Ciudad Universitaria y en la carrera séptima con calle 13 fueron y seguirán siendo motivo de investigación y de controvertidos comentarios. Precisamente, su análisis da lugar a algunas precisiones, que es lo que pretendo hacer en la presente columna.

 

Como testigo de excepción que fui de lo acontecido, considero que es de mi obligación seguir haciendo aportes a la búsqueda de la verdad de una ignominiosa página de nuestra historia. Para entonces yo era estudiante de medicina en la Universidad Nacional y presidente de la Federación Médica Estudiantil. Varios de mis compañeros fueron inmolados en aquellas aciagas fechas. En tributo a su memoria escribo estas líneas aclaratorias.

"Yo creo que lo inteligente hubiera sido evitar un enfrentamiento de jóvenes acongojados con cualquier tipo de soldados o policías".

En los días previos al 8 y el 9 de junio existía malestar en la Facultad de Odontología, pues su decano se había identificado con la política oficial de autorizar el ejercicio de la profesión a quienes venían haciéndolo en calidad de teguas o empíricos. Los pichones de odontólogos expresaban su inconformidad de manera ruidosa frente al despacho del decano. Este, en la tarde del jueves 8 de junio, temeroso de que el bullicio terminara en asonada, comunicó su sospecha a la Secretaría General, de donde salió la solicitud telefónica de que la Policía hiciera acto de presencia en el campus para aplacar los ánimos exaltados de los estudiantes. No fue, pues, que los policías ingresaran a la Ciudad Universitaria motu proprio. Como era de esperar, un grupo de estudiantes se percató de su presencia y comenzó a chiflarlos y a gritar ¡Fuera!, ¡fuera!, acompañado de epítetos de grueso calibre. Uno de los agentes disparó su fusil y mató a Uriel Gutiérrez Restrepo, alumno de medicina y filosofía.

Llegada la noche decidimos realizar una marcha de protesta el día siguiente para demandarle al Gobierno que el crimen de Uriel no quedara en la impunidad. Lo único que buscábamos era llegar hasta el Palacio de San Carlos, donde despachaba el presidente de la república, para expresarle nuestro repudio por la muerte, en el propio campus, de uno de nuestros compañeros a manos de los llamados ‘agentes del orden’, y para demandarle pacíficamente que se hiciera justicia. Para mala fortuna, es de suponer que los consejeros del gobernante vieran en esa altiva y adolorida muchedumbre estudiantil un peligroso enemigo. Por eso, para detener la marcha, apostaron en la calle 13 soldados del Batallón Colombia. Vale la pena aclarar que no eran veteranos de Corea, como sugiere Villar Borda y como yo registré en mi libro Recuerdos dispersos, afirmación esta que el general Álvaro Valencia Tovar desvirtuó en carta que me dirigió en su momento. Era personal que estaba siendo adiestrado para pelear en Corea. De todas maneras, su formación no era la indicada para enfrentarse a inermes estudiantes. Razón tiene el periodista Villar cuando afirma que esa tragedia se hubiera podido evitar enviando a cambio componentes del Batallón Miguel Antonio Caro (MAC), compuesto por estudiantes bachilleres. Yo creo que lo inteligente hubiera sido evitar un enfrentamiento de jóvenes acongojados con cualquier tipo de soldados o policías. No hubo quien aconsejara al general Rojas Pinilla que permitiera la llegada de la marcha a la plaza de Bolívar y enviara luego un emisario suyo con el recado de que una comisión estudiantil sería recibida y escuchada. Estoy seguro de que así se hubiera evitado la absurda masacre y el desfile se hubiera disuelto en sana paz. Queda por aclarar lo que ocurrió minutos antes de la masacre. Espero dar mi versión desde esta columna en otra oportunidad.

Entierro de pobre

Duele ser testigo del triste final de una de las instituciones asistenciales más queridas.

Al igual que ocurrió con el legendario hospital San Juan de Dios, de Bogotá, y con otras importantes instituciones asistenciales en el país, la clínica David Restrepo, también de la capital, cerró sus puertas al parecer de manera definitiva, en medio de la indiferencia de autoridades sanitarias y de la ciudadanía en general.

Aquel que transite por la calle 61 con carrera novena podrá observar en la esquina nororiental una edificación abandonada, invadida de maleza y basuras, con ratas y palomas como únicos inquilinos. Para quien conozca la historia de ese edificio, tal espectáculo lamentable tiene que suscitarle grima, rabia, y preguntarse: “¿qué pasó?, ¿por qué ocurrió esto?”, ¿qué fue de la Fundación David Restrepo que sostenía la Clínica?

Me duele de verdad ser testigo del triste final de una de las instituciones asistenciales más queridas por la clase media bogotana, destinada a la atención obstétrica y neonatal. Allí ejercí mi especialidad médica durante varios años y, asimismo, fui miembro de su junta administradora en representación de la Academia Nacional de Medicina en la década de los noventa. Cuando dejé el cargo funcionaba con algunas dificultades financieras, pero prestaba sus servicios con la misma eficiencia con que lo hizo durante media centuria. A manera de homenaje, utilizaré esta columna para rememorar los inicios de tan generosa institución.

Promediando el siglo inmediatamente anterior, Colombia contaba con 11 millones de habitantes y su capital alojaba a escaso millón y medio de ellos. Comenzaba a advertirse entonces un fenómeno demográfico que a la postre vendría a trastornar y hacer insoportable el transcurrir de las urbes mayores. Me refiero a la migración masiva de gentes de la provincia por causa de la violencia política. Para esas calendas, Bogotá era una apacible ciudad en donde se mantenían vigentes muchas costumbres inveteradas, entre ellas el nacimiento a domicilio.

"La clínica David Restrepo cerró sus puertas en medio de la indiferencia de autoridades sanitarias y de la ciudadanía en general."

Aun cuando había médicos dedicados a la atención de partos, las comadronas –o ‘comadres sabias’, herederas de la tradición española– eran las encargadas de prestar dichos servicios, especialmente a las mujeres de las clases sociales media y baja. Para las últimas, la capital contaba con un centro de caridad especializado, el Instituto Materno Infantil, anexo al Hospital San Juan de Dios. Las pacientes económicamente pudientes acudían a la Clínica de Marly, o a la Clínica Calvo, o a la Clínica Palermo.

Como vemos, las mujeres huérfanas de toda fortuna que iban a ser madres tenían su hospital, y las poseedoras de recursos, sus clínicas. Las pertenecientes a la clase media, es decir, el grueso de la población, continuaban en manos de las comadronas, pese a haber hecho ya carrera la tesis de que el nacimiento era más seguro si ocurría en ambiente institucional especializado.

Un acaudalado caballero de la sociedad bogotana, don David Restrepo Mejía, de gran sensibilidad social, había captado cuán inequitativo era que esas mujeres quedaran desprotegidas médicamente durante la etapa gestacional. Adelantándose a lo que más tarde haría el Estado, a través del Seguro Social, en su testamento consignó que de su fortuna se construyera y sostuviera una clínica de maternidad destinada a aquellas. Algunos años después de su muerte se dio comienzo a la obra, de forma tal que el 5 de febrero de 1952 fue inaugurada.

El 21 de junio se registraba el primer nacimiento. Cumpliendo el querer testamentario, en sus inicios la prestación de los servicios estaba condicionada a que el jefe de familia tuviera un salario superior a 200 pesos mensuales, pero no mayor de 400 y que, además, no estuviera amparado por ningún seguro. Admirable, como que era la protección de un particular a las futuras madres de la clase media.

Libertad de cátedra

Es deber del maestro que la modelación a cargo suyo tenga como meta despertar inquietudes.

Un día de 1976 vi desfilar en las calles de La Habana a miles de niños, de uno y otro sexo, que iniciaban sus estudios primarios matriculados en la llamada Unión de Pioneros Cubanos, es decir que a partir de ese momento irían a recibir educación o adoctrinamiento intensivo en principios revolucionarios.

Mirándolos pasar ataviados con boina roja y traje azul, el rostro tierno –pero serio, marcial–, marchando al compás de una banda de guerra que encabezaba el cortejo, pensaba si tal estrategia política no fuera susceptible de cuestionamiento ético. “¡Claro que lo es!”, me dije interiormente, y añadí: “Pero es que estoy en un país comunista, donde el fin justifica los medios”. Y seguí mirando el desfile...

“Aquel que se aprovecha de la indefensión intelectual de sus estudiantes para sembrar ideas a favor de una única y determinada corriente política, comete un atropello con ventaja y alevosía”.

La anterior remembranza salió a flote al leer los comentarios que suscitó la propuesta fallida del representante a la Cámara Edward Rodríguez, miembro del Centro Democrático, encaminada a que se estableciera control del discurso de los maestros a sus alumnos, aduciendo que algunos le mezclan política partidista a la docencia escolar. Tal proyecto de ley no tuvo buen recibo y fue retirado. Por mi parte, me pregunto ahora: ¿qué tanta validez ética tiene el adoctrinamiento político a favor de una determinada causa, impartido por una autoridad, en este caso el profesor, en un país democrático, donde se supone que la libertad de cátedra lo permite?

En su obra De animales a dioses, el historiador hebreo Yuval Noah Harari afirma que “al igual que la igualdad, los derechos y las sociedades anónimas, la libertad es una invención que solo existe en la imaginación”. A la libertad yo le añadiría la autonomía, que es un complemento suyo. Analizando lo que ocurre en la realidad, hay que aceptar que Harari tiene razón.

‘Libertad’ y ‘autonomía’ son palabras esgrimidas por doquier, adquiriendo interpretaciones proclives, lo que hace que sean derechos relativos. Una y otra tienen sus límites; legalmente están condicionadas a las circunstancias y al interés social.

Concretándome a la libertad de cátedra, esta es un principio emanado de la ley en los países regidos democráticamente y tenido como una gran conquista. Por eso mismo funcionan instituciones de carácter político o religioso que, invocando su autonomía, determinan qué y cómo hay que enseñar. Están en su derecho si pertenecen al ámbito privado. Si lo son del sector público, la libertad de cátedra tiene una connotación más laxa, de más imaginación liberal, que apareja riesgos si no se interpreta de manera correcta.

Desde el punto de vista ético, lo correcto de todo maestro, independientemente del nivel académico, es despertar la inteligencia de los estudiantes, enseñándoles a utilizar sus facultades plena y libremente. Tratándose de niños y adolescentes, la enseñanza obliga a que se dispense con suma responsabilidad, teniendo en cuenta que su cerebro es un terreno virgen, una tabla rasa dispuesta a grabar influjos externos para comenzar su proceso de formación.

En otras palabras, es deber del maestro que la modelación a cargo suyo tenga como meta despertar inquietudes, abrir horizontes. De manera alguna estrecharlos. Aquel que se aprovecha de la indefensión intelectual de sus estudiantes para sembrar ideas a favor de una única y determinada corriente política, filosófica o religiosa comete un atropello con ventaja y alevosía. Es violentar la conciencia del estudiante, haciendo de la libertad de cátedra una patente de corso. Esa forma de alienación es un pecado de lesa humanidad. Fue lo que pensé viendo pasar el desfile de párvulos matriculados en la Unión de Pioneros Cubanos.

El imperio del erotismo

El erotismo ha ido del brazo con la liberación femenina. Es un signo de la época.

Es muy probable que mi opinión sobre un tema tan sensible como el que trataré en esta columna vaya a suscitar molestia en la cofradía de las feministas exaltadas. Pese a ello, lo haré, no sin antes presentarles excusas, advirtiéndoles que mi intención no es ofender a la mujer ni tampoco fastidiar al grupo de las defensoras de la libertad de género. Si se reflexiona desprevenidamente sobre el contenido de mi escrito, podrá advertirse que en realidad favorece la buena imagen que de la mujer debe tenerse en el contexto social.

Es evidente que en la sociedad actual hay tendencia a convertir a la mujer en un objeto erótico. La TV, el cine, las letras de las canciones, el baile, la poesía, el

teatro, algunos programas radiales, todo, todo involucra el sexo, teniendo a la mujer como epicentro. No podrá negarse que la emancipación de esta ha sido un factor desencadenante.

Desde mediados del siglo XX, liderada por Simone de Beauvoir (El segundo sexo) en Francia y Kate Millet en EE. UU. (Sexual Politics), comenzó a abrirse paso la liberación femenina con la invitación a las mujeres del mundo a tomar conciencia de sus propios problemas (familiares, laborales, sexuales, etc.) y darles solución según su conveniencia. El confinamiento en el hogar dejó de ser el destino inexorable de la mujer. ¡Justísima conquista!

El advenimiento de los anticonceptivos como control seguro de la natalidad puso piso fuerte a esa liberación, a tal punto que ha sido tenido como una verdadera revolución en las costumbres sexuales y sociales. El hecho de que las relaciones sexuales pudieran consumarse sin temor a un embarazo trajo consigo tranquilidad y armonía a la convivencia conyugal. A su vez, la mujer soltera comenzó a mantener sexo sin miedo al embarazo impertinente, lo cual ha sido ventajoso, pero también inconveniente, pues ha llevado a que la sexualidad se ejerza en forma por demás irresponsable, iniciándose desde el colegio. Por supuesto que tal comportamiento no es mal visto por algunos defensores de la libertad de género, partidarios también del llamado ‘libre desarrollo de la personalidad’. Uno de los efectos perniciosos de la liberación sexual femenina se ha constituido en un problema de salud pública: me refiero al embarazo en adolescentes, que ha tenido un aumento alarmante.

El erotismo ha ido del brazo con la liberación femenina. Es un signo de la época, aupado por los anticonceptivos y el viagra. La mujer, por naturaleza, utiliza recursos para mostrarse erótica, atractiva sexualmente. Cuentan que en el antiguo Egipto las mujeres –comenzando por Nefertitis y Cleopatra– embellecían su rostro con algún tipo de maquillaje para que los hombres se fijaran en ellas y las desearan. Tal costumbre hizo carrera, llegando a considerarse como un instinto natural y un derecho. El cambio de look, a veces llevado al extremo, está de moda. La máxima aspiración de muchas mujeres es llegar a emular a Natalia París, aun a riesgo de perder la vida durante el acto quirúrgico que las transforma. En tiempos no lejanos la mujer se contentaba con los productos cosméticos del farmacéutico empírico polaco Max Factor, quien hizo una fortuna complaciendo la vanidad de las madres y las abuelas de mi época.

Insisto, hoy se vive al vaivén del erotismo, pudiéndose decir que rige el ‘imperio del erotismo’. La mujer es su objeto, explotado de manera inmisericorde. Piénsese en los comerciales y algunos programas de la TV, en las revistas de sexo, en el internet (cibersexo), en las tiendas que se anuncian como sex-shop, en los paquetes para turistas, con adolescente incluida... No hay duda de que la diosa Eros es uno de los símbolos de la liberación femenina, dando mucho para pensar sobre su significado y alcances. Meditando sobre lo anterior, me pregunto: con ello, ¿la imagen de la mujer ha ganado o ha perdido?

Los delitos sexuales

Todos los adjetivos se quedan cortos, pues ese tipo de actos no encuentra palabras para calificarlo.

Tengo la impresión de que esta vez lo que viene ocurriendo entre nosotros en relación con los delitos sexuales ha sacudido de verdad a la sociedad –en buena hora–, si es que los medios de comunicación pueden considerarse sus voceros. Muchos son los calificativos utilizados por los comentaristas de prensa para describir y rechazar tan abominables procederes –especialmente la violación seguida de asesinato–, más aún siendo los niños las víctimas.

Creo que todos los adjetivos se quedan cortos, pues ese tipo de actos no encuentra palabras para calificarlo. En la escala de gravedad debería encabezar la lista de delitos que contempla el Código Penal, y la sanción correspondiente debería ser asimismo la más severa.

La sexualidad –entendida como todo aquello que hace relación al sexo–, en particular el acto sexual o cópula, ha sido y seguirá siendo causa de conflictos sociales cuando se ejerce fuera del marco de las sanas costumbres, entendiendo como tales aquellas que se ajustan a las normas establecidas por la misma sociedad (“moral objetiva”), llámense familia, justicia, educación, salud pública, Iglesia, etc. Es difícil imaginar una sociedad en la que la sexualidad careciera de frenos, de controles que evitaran su extravío, su libertinaje.

Para entender el acto sexual como problema hay que tener en cuenta que se trata de un instinto natural inducido o provocado por múltiples causas que excitan los sentidos (visión, tacto, olfato, gusto). Existen individuos hipersexuales que hacen abstracción de la moral objetiva y fácilmente dan rienda a su instinto sexual. Esta falta de control, observable particularmente en sujetos depravados, lleva a que busquen como objeto de su deseo a personas sumisas, como son los niños.

Como hoy día es posible tener a mano medios que estimulan el erotismo (internet, revistas, tiendas de artículos sexuales, películas) y satisfacen la curiosidad morbosa, el instinto sexual se encuentra bien alimentado. Quizás lo anterior explique por qué el desmadre sexual ha llegado al límite del escándalo, lo que no ocurría décadas atrás.

El destape de la sexualidad en todos los países de la esfera democrática es una realidad, manejándose en algunos con restricciones por temor a la censura social de sectores tradicionales. Por ejemplo, los programadores de televisión colombianos son cautelosos al advertir que el espacio que se va a presentar no contiene escenas de sexo ni violencia y, por lo tanto, puede ser visto por toda la familia. Recuerdo que la revista ‘Semana’ –hace unos cuatro años– hizo una encuesta que permitió deducir que Colombia aún puede calificarse como un país conservador y machista en materia sexual, pese a la liberalidad con que el tema se maneja en algunos sectores.

Igualmente se concluyó que la educación sexual se encara “como una papa caliente”; es decir, nadie acepta responsabilizarse de impartirla. A propósito, no creo que el asunto que vengo comentando tenga como causa la falta de educación sexual. Los mayores escándalos de abuso y violencia sexuales han tenido como protagonistas principales a personas consideradas como cultas en el medio social, o sea, bien educadas. Díganlo, si no, lo denunciado en el ámbito clerical y en muchos centros educativos.

Tienen razón quienes claman por que estos crímenes tengan un castigo ejemplar, es decir, que quienes los cometan sientan muy hondo el peso de la justicia. En lugares bien visibles, a lo largo y ancho del país, con fines disuasivos, las autoridades respectivas deberían fijar carteles de exhibición permanente dando a conocer las duras sanciones a que se exponen los delincuentes sexuales. Es posible que teniendo a la vista lo que seguramente le ocurriría, en caso de cometer una fechoría sexual, el violador en potencia se abstenga de hacerla.

No valió la pena

El edén prometido por el comunismo no se ha hecho realidad en donde se intentó implantar a la fuerza.

Al inicio de un nuevo año suelen acompañarnos buenos propósitos; entre otros, alcanzar nuestros deseos, hacer realidad nuestros sueños. Por supuesto que tales aspiraciones tienen que estar precedidas de un balance a conciencia de lo que hicimos y de lo que dejamos de hacer, es decir, estimar si nuestro actuar valió la pena o si, por el contrario, fue una equivocación. Solo así es posible que lo anhelado no termine en frustración, que nuestros errores no vuelvan a repetirse.

No sé si los señores agrupados en el llamado ELN, sobre todo quienes conforman su cúpula, acostumbran hacer en estos días un balance de sus actos

y les asignan el respectivo valor o alcance. Si en verdad son críticos, como lo pregonan, tendrían que aceptar que su actuar –como lo fue el del M-19 y el de las Farc– a lo largo de tan prolongados años no solo ha sido lamentable, sino francamente desastroso y que, por eso, bien vale la pena rectificar el rumbo, cambiar de estrategia, para contribuir de otra manera al logro de sus aspiraciones.

Por mi avanzada edad, me ha correspondido ser testigo y notario de todo lo malo que ha traído consigo la más que hemicentenaria violencia política que ha azotado el país. Nada bueno puedo adjudicarle. Viví de cerca, y con algo de protagonismo, la violencia partidista de los años cincuenta. En calidad de médico rural –y, por razones explicables, de médico castrense– me correspondió dar fe de los estragos de esa confrontación, ubicado en la puerta.

De entrada a la región de Sumapaz, entonces baluarte de los ‘chusmeros’, que era como los militares denominaban peyorativamente a los insurgentes liberales, adoctrinados ya por los corifeos de las tesis comunistas. Contemplando los horrores de esa guerra, me preguntaba si tenía justificación alguna el sacrificio de humildes campesinos y de humildes soldados, que peleaban entre sí sin entender bien por qué lo hacían. La llegada al poder del general Rojas Pinilla no puso fin al conflicto, como lo había prometido. Sucedió todo lo contrario: lo exacerbó al mantenerse vivo el predominio conservador y calar más hondo los principios comunistas en las huestes chusmeras. Entonces, el objetivo de la insurrección cambió de rumbo: dar paso a la “dictadura del proletariado”, a la manera del régimen soviético, o del chino, o, más tarde, del cubano. Precisamente, el advenimiento a Cuba del comunismo disfrazado de socialismo mediante acción armada hizo que muchos simpatizantes de Fidel soñaran con implantar algo similar entre nosotros. Fue esa la meta de las Farc, el M-19 y el Eln. Como consecuencia de dicho propósito, el país padeció sobrecogido una serie de actos demenciales, de tropelías jamás imaginadas.

Ahora, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) ha comenzado a hacer el inventario de lo que fue aquello, con el ánimo de que se conozca la verdad para que no vuelva a repetirse nunca. Seguramente, el balance se quedará corto, pues el número de crímenes cometidos a nombre de un fementido paraíso revolucionario es difícilmente cuantificable. Lo que no dirá tampoco la JEP es el costo en dinero y vidas de las fuerzas del Estado que fue necesario invertir y sacrificar para contrarrestar la insurrección. Tampoco contabilizará la forma negativa como se vio afectado el progreso de todos los sectores que jalonan la marcha del país, ni los cambios sociales que hubieran podido adelantarse y se vieron entorpecidos.

La historia reciente ha venido demostrando que el edén prometido por el comunismo no se ha hecho realidad en los países donde se intentó implantarlo a la fuerza. En otras palabras, la vía armada no es el camino para alcanzar el bienestar social. Esa fue la conclusión a que, en su momento, llegaron el M-19 y las Farc. Es doloroso y vergonzoso tener que concluir que no valió la pena tanto sacrificio. Pero hay que aceptarlo, señores del Eln.

 

Salud y periodismo

Cuando el informador no es experto en salud, puede ocurrir que ponga a circular información espuria.

Los medios de información son, por excelencia, los encargados de llegar a la opinión pública para mantenerla al tanto de lo que ocurre en su mundo, cercano y distante; vale decir que cumplen la función social de actualizar, ilustrar y, además, orientar. Por su trascendencia, esta función apareja una grave responsabilidad, compartida, es cierto, con los receptores. Los medios pueden cumplir esa misión para bien o para mal. Todo depende de la honestidad y preparación de quienes envían los mensajes, como también del nivel intelectivo de los destinatarios.

 

 

Hoy, los llamados ‘medios de comunicación de masas’ –prensa escrita, radio, televisión, multimedios– se han constituido en instrumentos de ágil y profunda penetración en todos los distintos estratos de la sociedad. Poseen un poder de alcances increíbles, potencialmente peligroso, como que se puede prestar para manipular de manera deliberada o desprevenida la opinión, en especial la franja compuesta por individuos no bien formados intelectualmente, con pobre capacidad de crítica.

Cuando los medios, adoptando una actitud paternalista, tratan a los receptores como si fueran niños o incompetentes mentales transmitiendo lo que quieren y diciéndoles qué es lo que más les conviene, pensando por ellos, están manipulándolos. Ese tipo de alienación no es extraño en el campo político; en el ámbito de la salud puede tener plena justificación ética. Para que el comunicador actúe de manera correcta debe sentir respeto por aquellos a quienes se dirige. Una información queda al amparo de cualquier sospecha ética cuando es verdadera, orientadora, carente de proclividad. Infortunadamente, esos requisitos no siempre se conjugan juntos, y entonces lo informado puede convertirse en falso, en restringido o exagerado, en desorientador o irrelevante.

En la actualidad, gracias a internet, todo tipo de información relacionada con la salud está al alcance del curioso y el investigador. Los pacientes suelen estar igual o más informados que su médico acerca de las enfermedades que padecen, creando a veces conflictos de saberes, debido a que aquellos no siempre interpretan correctamente los mensajes.

Además, cuando en los medios el informador no es experto en temas de salud, o carece de ética profesional, puede ocurrir que el afán de notoriedad, el sensacionalismo o intereses proclives lo lleven a poner en circulación información espuria, carente de respaldo científico, despertando falsas expectativas en los receptores, a veces con lamentables resultados.

Entre nosotros, hay que reconocerlo, los medios son responsables al tratarse de cuestiones atinentes a la salud. Estas suelen ser abordadas por escritores o periodistas familiarizados con el tema. Para la muestra, un botón: el asesor de la sección Salud de este periódico es un connotado médico y, a la vez, periodista titulado. Mi colega Carlos Francisco Fernández es ya un respetado personaje en el mundo de la salud y de los medios de comunicación.

A través de estas páginas y de la TV, ha hecho de la información en asuntos sanitarios una cátedra de la que se benefician millones de colombianos, incluyéndonos los médicos. Sí, cualquier tema que él trata está bien documentado y bien actualizado, lo que pone de presente el grado de responsabilidad frente a sus lectores y sus televidentes. Como producto de su misión de comunicador-docente, puso en circulación un libro en el que cuenta problemas de salud con criterio didáctico.

Aun cuando no lo he leído, puedo intuir que en sus páginas encontrará el lector maná del bueno para saciar la curiosidad sobre asuntos relacionados con las enfermedades y las maneras de prevenirlas y curarlas. Además, tratándose de un escritor ameno, que maneja con estilo coloquial los asuntos médicos –que no son siempre fáciles de entender y digerir–, grande será el provecho para quienes se embarquen en su lectura.

Desafío para las universidades

Hay otro asunto más delicado: el derivado de la asombrosa revolución tecnológica.

EL TIEMPO registró en su momento que la ministra de Educación, María Victoria Angulo, había estallado en llanto tras lograr un acuerdo con los estudiantes. No era para menos, pues tal final feliz estuvo precedido de 16 agotadoras reuniones. Como resultado, la educación pública superior recibirá algo más de 4,5 billones de pesos en los próximos cuatro años. Bien por el Gobierno, bien por los estudiantes.

El movimiento que lideraron estos jóvenes tiene similitud con el que adelantaron los llamados ‘chalecos amarillos’ hace poco en Francia. Fueron insistentes y no estuvieron solos. Los acompañaron la sociedad y los saboteadores infiltrados de

extrema derecha y extrema izquierda –a los que el filósofo francés Bernard-Henri Lévy llama “camisas pardas”–, que desdibujaron el movimiento con actos violentos contra vehículos públicos, monumentos y tiendas, y perjudicaron a la ciudadanía en general. Tanto allá como acá, fue necesario que el presidente de la república escuchara a los descontentos.

Sin embargo, con esta batalla no se ganó la guerra, pues continuará en otros frentes. Quiero decir que, además del problema financiero de las universidades –públicas y algunas privadas–, hay otro asunto más delicado y de mayores implicaciones: el derivado de la asombrosa revolución tecnológica, cuyos desafíos son verdaderamente preocupantes.

En la mayoría de las universidades privadas, la reducción de matrículas se acentúa cada semestre, lo cual motiva justificada alarma. Quizás la incierta situación financiera del país esté incidiendo en la aparición de dicho fenómeno. Lo que sí es seguro es que existen otros factores –al igual que ocurre en casi todos los países– causantes de incertidumbre acerca del futuro de las profesiones.

Hoy, ya se evidencia reducción de la demanda laboral en algunos campos, acompañada de irrisorias remuneraciones. Muchos jóvenes prefieren las carreras tecnológicas a las tradicionales. Por eso, a la disminución de matrículas se suma la deserción, asunto tratado recientemente en estas páginas por el exrector Carlos Angulo Galvis.

En su libro ‘La cuarta revolución industrial’, el economista alemán Klaus Schwab presagia que “antes de lo que muchos prevén, el trabajo de profesiones tan diversas como abogados, analistas financieros, médicos, periodistas, contadores, aseguradores o bibliotecarios podría ser parcial o totalmente automatizado”.

Por su parte, el historiador del futuro Yuval Noah Harari, profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, en su última magistral obra, ‘21 lecciones para el siglo XXI’, despierta perplejidad al describir lo que debe esperarse en el campo de la educación en las décadas que se avecinan. Afirma, por ejemplo, que muchas de las cosas que los chicos aprenden hoy serán inútiles en 2050. Recogiendo el pensamiento de varios connotados pedagogos, concluye que las escuelas deberían dedicarse a enseñar las cuatro ces: pensamiento crítico, comunicación, colaboración y creatividad. Según él, todo hace suponer que cambiar de profesión cada década será una necesidad, para lo cual los profesores actuales carecen de la flexibilidad mental que el siglo XXI exige, dado que son producto de un sistema educativo caduco.

Como complemento de lo anterior, cito al reconocido periodista argentino Andrés Oppenheimer (‘¡Sálvese quien pueda!’), quien también vislumbra que las universidades corren el peligro de volverse irrelevantes, sobre todo si solo ofrecen programas de carreras tradicionales. Además, la mayor parte de las clases presenciales irán siendo remplazadas por cursos en línea. Entonces, los estudiantes no tendrán que asistir a la universidad, no tendrán que pagar costosas matrículas y podrán educarse a través de plataformas independientes.

Belisario Betancur

El hijo de Amagá no hacía alarde de su erudición –que era mucha– en los campos de la cultura.

Tuve el privilegio de estar cerca del presidente Betancur durante los dos primeros años de su gobierno. Por generosa distinción me designó rector de la Universidad Nacional, cargo este que tenía casi rango ministerial, pues, a más de ser de nominación presidencial, disponía de línea directa para comunicarme con él y yo era tenido en cuenta para asistir a los eventos culturales que con frecuencia realizaba en la Casa de Nariño, como también a otros actos oficiales. Como se recordará, el doctor Betancur se caracterizó por darles un trato especial a los escritores y los artistas, muy superior al que les otorgaba a los políticos. De seguro, tan ostensible tratamiento no era bien visto por la burocracia tradicional.

Con la Universidad Nacional, y en general con la universidad pública, fue muy considerado. Siempre estuvo pendiente de los problemas financieros que suelen aquejar el sector educativo oficial. Como algo inusual, en dos ocasiones presidió el Consejo Superior para escuchar de primera mano las necesidades de la institución. Por intervención suya, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) facilitó un préstamo que, junto con la contrapartida asignada en el presupuesto nacional, alcanzó la cifra de 4.500 millones de pesos, es decir, 45 millones de dólares, que para la época era una suma bastante considerable.

Tal inyección financiera se destinó a programas básicos que consultaban los intereses del país: recursos agropecuarios y forestales, recursos marinos y de aguas continentales, recursos energéticos, desarrollo social e investigación en ingeniería.

La personalidad de Belisario –como se lo solía llamar en consonancia con su modestia– era ciertamente admirable, atractiva.

De sencillez campechana, el hijo de Amagá no hacía alarde de su erudición –que era mucha– en los diversos campos de la cultura. Amante de la paz como el que más, padeció la frustración de no haberla logrado en su gobierno, no obstante los empeños puestos para ello y la extrema generosidad con que lo intentó, de lo que pueden dar fe los supérstites del M-19. Ajeno a odios o envidias de cualquier tipo, era difícil que tuviera enemigos.

En alguna ocasión, desde esta columna me atreví a afirmar que Belisario era un hipomaníaco, basándome en la definición que de esta condición de la personalidad hiciera mi profesor de psiquiatría, el inolvidable Edmundo Rico: “En la hipomanía –decía– todo es ímpetu vital, facilidad de ideas y de expresión; alegría dinámica, amor por la existencia, infatigabilidad; imaginación saturada de ingenio e imágenes profusas, gracejos, ironía fina o mordaz; proyectos realizables o irrealizables; audacia sin valladares; fuerza expansiva; anhelos de superhombre y sintonía con el medioambiente”.

Releyendo ahora esa definición maestra del hipomaníaco y repasando su talante, no me queda otra alternativa que reafirmarme en el concepto de que, en efecto, era un hipomaníaco, entendiendo como tal no un estado de enfermedad mental, sino el estado permanente de un individuo que vibra y se agita orgánica y psicológicamente. Atacado de dromomanía, era un viajero incansable; trabajador infatigable, hablador cautivante, sujeto soñador...

No fue afortunado desde la posición de jefe de Estado. Bien hubiera podido decir –como lo dijo Bolívar– que él era “el hombre de las calamidades”. No por falta de capacidades físicas o intelectuales ni por ausencia de voluntad para ejecutar, el suyo fue un gobierno signado por la fatalidad, por la desgracia.

Le tocó afrontar el terremoto de Popayán, la avalancha de Armero, el asesinato de su ministro Rodrigo Lara Bonilla y la más absurda de todas: la toma demencial del Palacio de Justicia por el M-19.

El paso del tiempo, que es el depurador de los acontecimientos, dirá a ciencia cierta lo que fue su gestión de gobernante. En su condición de expresidente dio muestras de patriotismo, de ejemplar sentido de prudencia y respeto por sus sucesores, virtudes estas ausentes en el pasado reciente.

Proyecto de ley expósito

Asumir el estudio de la reforma debería tener mensaje de urgencia.

Al iniciarse la presente legislatura, desde esta columna me permití sugerirles respetuosamente a los honorables congresistas que le dieran un mejor trato al proyecto reformatorio de la Ley 23 de 1981, mejor conocida como Código de Ética Médica, el cual desde el 2015 estaba a su consideración, habiendo surtido los trámites exigidos hasta llegar a la Comisión Séptima de Cámara en 2017.

Ha de entenderse que no solo somos los médicos los interesados en que dicha reforma sea aprobada; la sociedad toda también lo está, pues se trata de algo que toca con dos de sus más valiosos bienes: su salud y su vida, muy ligados al quehacer médico. Creo, por eso, que asumir el estudio de la reforma debería tener mensaje de urgencia.

Sin embargo, estando próxima a expirar la legislatura del 2018, nada ha ocurrido. Era de suponer que por haber tres médicos en la Comisión Séptima de Cámara, el hervor último para que fuera aprobado sería más rápido, teniendo en cuenta que la ponencia ya estaba elaborada y radicada en plenaria de Cámara luego de haber sido discutida ampliamente y de haberle hecho los ajustes convenientes.

Con muy buen criterio, la mesa directiva de la comisión designó como ponentes a los médicos Jairo Cristancho, Carlos Eduardo Acosta y José Luis Correa, pero estos, olímpicamente, se declararon impedidos para cumplir el encargo “por ser médicos”. No obstante, su disculpa no fue aceptada por considerarla improcedente a la luz de un pronunciamiento del Consejo de Estado que aclara que no se genera conflicto de intereses cuando el beneficio que se persigue o se obtenga con la ley no puede ser catalogado como general, sino de carácter particular, directo e inmediato.

En otras palabras, que el beneficio que se persiga o se obtenga con la ley no derive en beneficios morales o económicos para el congresista o sus familiares o sus socios. Es obvio que con la aprobación y vigencia de la ley de ética médica, ni los médicos mencionados ni sus familiares irán a obtener beneficios. Antes bien, lo que la ley busca es meter en cintura a los que falten a ella, es decir, a los principios éticos en que se sustenta el actuar correcto de los profesionales de la medicina.

Es seguro que por ser muy corto el tiempo que resta para terminar la legislatura actual, y por estar enfrascado el Congreso en discusiones de mayor calado, el humilde proyecto que presentamos los médicos en el 2015 vuelva a ser engavetado, a la espera de que encuentre quien pueda defenderlo.

In memoriam. Registro con pesadumbre el fallecimiento de María del Rosario Ortiz Santos, con quien me unían lazos de amistad desde nuestra época –ya muy lejana– de estudiantes universitarios. Nos conocimos en los días aciagos del 8 y el 9 de junio de 1954, cuando varios jóvenes universitarios fueron inmolados por servidores del gobierno del general Rojas Pinilla. A raíz de estos acontecimientos, del seno de las universidades surgieron líderes dispuestos a luchar contra la dictadura. Fue entonces cuando, por primera vez en la historia nacional, la mujer irrumpió como protagonista en el transcurrir universitario.

Sin diferencia de género, el movimiento estudiantil asumió una valerosa oposición política. Una de las maneras para hacerlo fue a través de un periódico que, con el nombre de Nuevo Signo, fundamos algunos estudiantes de la Universidad Nacional. En ese grupo sobresalían Fabio Lozano Simonelli, José Font Castro, Francisco Posada Díaz, Diego Uribe Vargas, Juan Antonio Gómez, José J. Arizala, Gloria Bernal y María del Rosario Ortiz. La cito de última para rendirle un homenaje por ser una mujer admirable, aguerrida, que nos sirvió de ejemplo. La existencia de Nuevo Signo fue efímera. El ministro de Gobierno Lucio Pabón Núñez lo clausuró pronto. En cambio, mi amistad con ella perduró hasta hace algunos días. Descanse en paz.

A propósito del aborto

El embarazo indeseado, que es el que conduce al aborto, conlleva conflictos de distinto orden.

Para quienes ejercemos la medicina, particularmente la especialidad ginecobstétrica, el embarazo indeseado, que es el que conduce al aborto, conlleva conflictos de distinto orden (médicos, legales, éticos, religiosos), que ningún otro profesional encara y la sociedad misma no tiene en cuenta o interpreta mal. Por esa razón somos los más autorizados para opinar al respecto.

Es explicable que antes de que la Corte Constitucional dictara en el 2006 la sentencia C-355, que despenalizó la práctica del aborto en tres circunstancias bien conocidas, la Academia Nacional de Medicina fuera consultada por tan alta instancia. Además de haber formado parte de la comisión encargada de dar respuesta a ese requerimiento, fui su relator.

De manera unánime avalamos los términos de la sentencia por considerar que, médica y éticamente, las tres circunstancias invocadas justificaban la práctica del aborto, ciñéndonos, eso sí, a la definición que de este registra el Diccionario terminológico de ciencias médicas (Salvat Editores): “Pérdida de la concepción antes de que el feto sea viable, es decir que el peso sea inferior a 500 g y el tiempo de gestación, inferior a 20 semanas completas (139 días contados a partir del primer día de la última menstruación)”.

Ahora, la Corte se ha pronunciado en el sentido de no fijarle límite de tiempo a la práctica del aborto, inducida por un caso que hubo de acudir a la tutela para ser resuelto, decisión que, como era de esperarse, ha suscitado ardorosa controversia a través de los medios, pues se le han dado al término ‘aborto’ connotaciones que no tiene.

Interrumpir el embarazo después de la semana 20 de la gestación no es un aborto, sino un parto inmaduro o prematuro, cuyas implicaciones técnicas, éticas y legales son diferentes de las que apareja aquel.

Precisamente, para los médicos es imposible atender la sentencia de un juez que, vía tutela, ordena que le sea practicado un aborto a una gestante con seis o siete meses de embarazo. De haberse utilizado, mejor, el término ‘interrupción del embarazo’, hubiera quedado claro el asunto, sin que ello significara que para el médico se hubieran suprimido los inconvenientes técnicos y éticos que le impedían practicarlo, aun estando presente una de las tres causales invocadas por la Corte en 2006: que el embarazo ponga en riesgo la vida de la madre (“aborto terapéutico”), que se acompañe de malformaciones fetales incompatibles con la vida extrauterina (“aborto piadoso”) y que sea producto de violación (“aborto por resarcimiento o reparación”).

Es válido que esta última causa tenga un condicionamiento distinto de las otras dos.

Aquí, la interrupción del embarazo debe ser solicitada siempre antes de la semana 20. No es infrecuente que la solicitud se haga bien avanzada la gestación, invocando como causal una violación, quedando fácilmente al descubierto que se trata de un fraude y se pretende asaltar la buena fe del médico.

En mi libro Catecismo de ética médica (Editorial Herder, Barcelona, 2000) traté a fondo el tema del aborto. Allí registré que, desde el punto de vista ético, no existe un terreno medio, neutral, que permita llegar a un acuerdo sobre la moralidad del aborto, provocado por cualquiera de sus múltiples causas. Es un problema jurídico, ético y sanitario creado por la sociedad y que ni el Estado ni la Iglesia han podido resolver.

El médico, infortunadamente, ha venido siendo utilizado como instrumento de solución, con todas las implicaciones que ello trae consigo. Para él, la práctica del aborto se constituye, quiéralo o no, en un conflicto de conciencia que debe resolver a la luz de sus principios éticos y de las normas que la sociedad y la profesión han establecido. Y, tratándose de interrupciones que van más allá de los límites del aborto, ha de obrar aceptando su permisividad tan solo por razones excepcionales, evidentemente justificadas.

Los lobos nocturnos

Cuando leí la novela de Arturo Pérez Reverte, entendí lo que pretenden los terroristas del aerosol.

Sé que el asunto del cual me ocuparé ha sido ya muy trajinado, particularmente en los medios escritos. No obstante, de seguro continuará siendo motivo de preocupación por ser una forma de violencia que afecta la salud visual, hiere el sentido estético y atenta contra los derechos de los habitantes de las grandes urbes. Me refiero al auge –mejor, a la pandemia– del grafiti callejero, que en todo el mundo se ha constituido en una verdadera lacra.

Antes debo aclarar que no me refiero al muralismo o ‘arte urbano’, legalizado y auspiciado por las autoridades, pues –según dicen– es una forma de atraer turistas. Hablo de las huellas que dejan por doquier los llamados ‘escritores de paredes’, ‘terroristas del arte’ o ‘vándalos del aerosol’. Tiene razón quien en un

muro de su residencia –a la entrada a Bogotá por la calle 80–, a manera de admonición y advertencia, colgó el siguiente letrero: ‘Señor grafitero, no confunda el arte urbano con el vandalismo’.

Hace un par de meses, la opinión pública se conmovió al enterarse de que en Medellín, tres jóvenes grafiteros, venidos de la capital, habían perdido la vida al ingresar clandestinamente al sistema del metro en horas de la madrugada y ser arrollados por un bus cuando intentaban pintar grafitis en los vagones estacionados en Aguacatala y Poblado. Los tres pertenecían a un combo o colectivo dedicado al bombing, es decir, a pintar grafitis en cualquier parte, particularmente en lugares de alto riesgo, donde su hazaña fuera interpretada como ‘un bombazo’.

Para mí, tan dolorosa noticia no fue motivo de extrañeza, pues desde hace mucho tiempo vengo apesadumbrado por esos bombazos con mensajes crípticos a todo lo largo y ancho de mi Bogotá natal: en muros residenciales, portones, vallas, postes, rejas metálicas, vidrios de negocios y TransMilenio (con ácidos corrosivos), monumentos, y hasta en las paredes de los caños que atraviesan la ciudad.

Cuando leí la novela del formidable escritor español Arturo Pérez Reverte titulada El francotirador paciente (2013), entendí bien lo que significan y pretenden esos terroristas del aerosol. La novela se inicia así: “Eran lobos nocturnos, cazadores clandestinos de muros y superficies, bombarderos sin piedad que se movían en el espacio urbano, cautos, sobre las suelas silenciosas de sus deportivas”. En el libro va quedando al descubierto la increíble y desconcertante historia de esa raza especial de escritores vándalos, que pelean una fiera batalla contra la sociedad, tal como los describió uno de ellos en una pared de Nueva York en 1986.

Cuando estuvo encargado de la alcaldía de la capital, Rafael Pardo dio instrucciones en el sentido de prohibir que se pintorrearan los muros de propiedad privada, los monumentos de interés cultural y los tableros de señales de tránsito. El decreto 075 de febrero del 2013 estableció cuáles espacios estaban vedados para los grafiteros. El Código Penal, en su artículo 265, y el reciente Código de Policía se ocupan del asunto y sancionan a los transgresores. En su momento, la respuesta de estos fue: “Nosotros vamos a seguir pintando en todas partes. Eso hace parte de nuestra cultura”.

Estamos, pues, frente a un desafío, a un reto a la sociedad, venido de los componentes de una nueva cultura, que escriben en las paredes para ser alguien, como resume Pérez Reverte el significado que encierra ser grafitero.

Según Orhan Pamuk, premio nobel de literatura 2016, los letreros en las paredes son los que hacen que una ciudad lo sea de verdad, tomando como ejemplo a su querida Estambul. No estoy seguro de que tenga razón. De tenerla, ninguna ciudad de países con gobiernos totalitarios –en los que no se permite el grafiti– serían de verdad ciudades. Estoy más de acuerdo con Mario Vargas Llosa cuando afirma: “La libertad es tolerante, pero no puede serlo para quienes con su conducta la niegan” (La civilización del espectáculo).

Al Consejo Superior de la U. N.

Rescaten el nombre y la efigie de Francisco de Paula Santander para la plaza central del campus.

Movido por una pesarosa y prolongada frustración, y haciendo uso de los derechos de petición y súplica, ocupo su atención para someter a su consideración un hecho aberrante que ha venido sucediendo desde hace algo más de cuatro décadas en el campus de la institución que ustedes acertadamente aconsejan. Lo hago en razón del afecto que a ella profeso y de mi apego y compromiso con las causas justas. Precisamente, por una de estas es por la que ahora abogo.

Como es de su conocimiento, a principios de la década de los setenta, en un acto de cordura histórica, la instancia directiva que hoy ustedes

representan decidió darle el nombre de Francisco de Paula Santander a la plaza principal del campus y erigir en ella una estatua suya, tal como ocurrió en 1973, al trasladar de predios de la facultad de Derecho una escultura de bronce elaborada por los maestros Luis Pinto Maldonado y Bernardo Viecco en 1940. De esa manera se hacía un reconocimiento de gratitud a quien, además de Hombre de las Leyes, fue llamado Fundador de la educación en Colombia, en particular de la pública. Gracias a la semilla que sembró fue posible la creación de la Universidad Nacional el 21 de septiembre de 1867.

En 1976, como producto de la efervescencia del boom castrista, un grupo de estudiantes simpatizantes de la revolución armada, e ignorantes de la historia patria, decapitaron la estatua, la echaron al suelo y luego la arrastraron hasta la calle 26, donde fue abandonada. Esa estatua reconstruida preside hoy el transcurrir de la Escuela de Policía General Santander, en Bogotá. Días después del desafuero, los estudiantes decidieron darle a la plaza el nombre de Che Guevara y entronizaron en ella su efigie.

A la plaza Francisco de Paula Santander, los estudiantes decidieron darle el nombre de Che Guevara y entronizaron en ella su efigie.

Desde entonces el querer arbitrario de unos pocos ha prevalecido, con la complacencia o indiferencia de las autoridades, los profesores y la casi totalidad de los estudiantes. Contados somos quienes hemos tenido el atrevimiento de declararnos en desacuerdo y reclamar el derecho que asiste a la memoria de Santander para ocupar el lugar que le corresponde. Siempre me he preguntado: ‘¿Qué debemos los colombianos al aventurero argentino Che Guevara como para que pueda suplantar el nombre y la imagen de un verdadero revolucionario, como lo fue Santander?’.

Sí, este fue el más grande revolucionario de nuestra historia. Recuérdese que a él le correspondió iniciar, en deplorable situación económica, la organización de la república en todos los órdenes. Cuando recibió el poder en 1819, el panorama general, en particular el de la educación, era francamente desolador. Si ya había dado muestras de su genio militar, el destino le dio la oportunidad para mostrar sus dotes de revolucionario civil. Fundó, a lo largo y ancho del país, escuelas, colegios, universidades, bibliotecas, museos, pues para él, “el triunfo sobre la ignorancia es brillante y glorioso, y prepara la felicidad de los pueblos, que cuanto más ilustrados conocen mejor sus derechos y se hacen más dignos de su libertad”. Es decir, esta vez su misión de revolucionario consistió en derrotar la ignorancia. Por eso es apenas justo reclamar el derecho que le asiste de ser acogido y recordado en el seno de la más representativa de las instituciones públicas de educación superior del país.

El pedido –con visos de súplica– que de manera respetuosa hago ahora a ustedes consiste en que mediante un acto administrativo procedan a darle validez al que hicieron sus pares hace casi medio siglo, es decir, rescatando el nombre y la efigie de Francisco de Paula Santander para la plaza central del campus. Teniendo en cuenta que en el país se ha doblado ya la dolorosa página de la revolución a ultranza y soplan vientos de cordura, estoy seguro de que toda la comunidad universitaria de la Nacional respaldará el acto administrativo suscrito por ustedes.

Balance del sector salud

Seguramente, la suerte del sector salud seguirá siendo protagonista en el nuevo gobierno.

Terminado el gobierno Santos, es natural que se inicie el escrutinio de lo que fueron sus ejecutorias, buenas y malas. Es indudable que todos los sectores involucrados en la gestión gubernamental son importantes, siendo el de la salud uno de los más significativos, por sus implicaciones sociales. A lo largo de estos últimos ocho años no hubo día en que la salud no figurara como protagonista, como tema de actualidad. Por eso, seguramente va a ser uno de los más escrutados.

Yo lo hago ahora, movido por el interés profesional que me suscita y por haber sido uno de los muchos actores que en algún momento estuvimos

comprometidos con su suerte. El balance que hago no puede ser exhaustivo, en razón del espacio disponible en una columna de opinión. He procurado tener en cuenta solo aquellos asuntos que he considerado relevantes.

El primer ítem del balance tiene que ver con lo bueno que se hizo, que fue mucho, pero que no es valorado con justeza en razón de que lo desdibuja el número grande de tutelas por insatisfacción con los servicios. Sin duda, el hecho más importante fue la promulgación de la Ley 1751 del 2015, o ley estatutaria, que consagró la salud como un derecho fundamental y comprometió al Estado en su preservación y desarrollo.

Otros hechos sobresalientes fueron el incremento de la cobertura de aseguramiento, lindando con la universalidad y poniéndole fin al elitismo en el campo de la salud al desterrar la atención de beneficencia o caridad; la mejora visible y mensurable de los principales indicadores de salud; el rescate para el Ministerio de Salud, gobernadores y alcaldes de la obligación de responder por la atención integral de la salud; la aprobación de una ‘Política de atención integral en salud’ (País) –hasta ahora implementada tímidamente–, contemplada en el Plan Nacional de Desarrollo (2014-2018) y en el Plan Decenal de Salud Pública (2012-2021), orientada a centrar la atención en la persona, mediante un modelo que incluye acciones con enfoque de prevención y promoción a través de la atención primaria (Mías); la vigencia de una política de control de precios de medicamentos y dispositivos de uso médico, la depuración de EPS, la unificación de los regímenes del POS, la reversión de la autonomía médica.

El hecho más importante fue la promulgación de la Ley 1751 del 2015, o ley estatutaria, que consagró la salud como un derecho fundamental y comprometió al Estado en su preservación y desarrollo.

En cuanto a lo que queda de malo: el pesado lastre de una deuda calculada en algo más de 6 billones de pesos, la falta de una ley ordinaria que haga posible la implementación armónica de la ley estatutaria, las fallas en la atención y calidad de los servicios expresadas a través de tutelas, la falta de ruralización eficiente del sistema, rezagos inconvenientes de la Ley 100, como la mediatización y manejo de recursos a cargo de empresas privadas; trato desconsiderado del llamado ‘talento humano en salud’ desde los puntos de vista profesional y laboral.

¿Qué resta por hacer? En primer término, subsanar el estado financiero del sistema, sin lo cual no pueden funcionar eficientemente las entidades prestadoras de servicios. Igual de importante es la aprobación de una ley ordinaria que, dentro del marco de la ley estatutaria, sustituya la Ley 100 a través de un modelo de salud que de verdad haga del nuestro uno de los mejores sistemas de salud del mundo, como lo soñamos quienes forjamos la ley estatutaria. Ese modelo debe tener en cuenta, entre otras variables, las directrices del Plan Decenal de Salud. Entonces podrá contarse con subsistemas operantes tales como el financiero, el de prestación de servicios en red, el de información, el de inspección y vigilancia, el de medicamentos e implementos de uso médico, el de prestadores de servicios directos, en fin, con todo aquello que contempla la ley estatutaria.

Seguramente, la suerte del sector salud seguirá siendo protagonista en el nuevo gobierno. Los renovados Ministerio de Salud y Congreso de la República tienen ante sí y ante el país el deber de responder por tan grave compromiso.

Santander, conspirador pasivo

Aceptaba el golpe a regañadientes, pero se oponía a que se atentara contra la vida del Libertador.

No hace mucho, Mauricio Vargas Linares dio a conocer su libro ‘La noche que mataron a Bolívar’, relato histórico seminovelado donde el lector encuentra reseñados de manera amena los intríngulis que rodearon el frustrado magnicidio del 25 de septiembre de 1828 en Santafé de Bogotá.

Por gustarme el género literario histórico, es un placer intelectual leer escritos como el mencionado, más aún tratándose de hechos que dejaron huella en nuestros anales patrios. Creo que Mauricio Vargas no aporta nada novedoso al esclarecimiento de ese ingrato episodio. Lo que hace con fortuna es narrar con sencillez lo que ocurrió en los días que precedieron el fracasado golpe, como

también lo sucedido esa noche en las habitaciones del Palacio de San Carlos –entonces residencia del Libertador– y lo que a continuación fue de los protagonistas. El autor no toma partido acerca de los acontecimientos, sino que se reduce a relatarlos, dejando a criterio del lector adelantar su propio juicio.

Uno de los personajes de nuestra naciente historia republicana que de verdad admiro es el general Francisco de Paula Santander. Por eso he ahondado acerca de su vida, incluyendo el papel que desempeñara en la llamada “nefanda noche septembrina”. No hay duda –como lo confirma Vargas– de que sabía que se fraguaba una conspiración contra Bolívar por pretender imponer una Constitución semejante a la que había adoptado Bolivia, y que daba al traste con los principios democráticos que el caraqueño había defendido en otros días y eran demasiado caros para Santander y todos sus seguidores. El cucuteño no fue el inspirador del golpe. Lo aceptaba a regañadientes, pero se oponía a que se atentara contra la vida del Libertador. Desde los momentos siguientes a la intentona, los investigadores pusieron los ojos en él, por lo que al tercer día estaba detenido para ser interrogado por orden del general Rafael Urdaneta, a la sazón secretario de Guerra y Marina.

Al inculpado se le preguntó inicialmente dónde había estado y qué conducta había observado la tarde y la noche del veinticinco de septiembre. Al respecto, Mauricio Vargas solo dice que “en la noche había velado durante varias horas a su hermana Josefa, que pudo por fin dar a luz tras un complicado parto que en algún momento estuvo a punto de despacharla al otro mundo”. Como años atrás tuve la curiosidad de investigar sobre ese episodio médico, voy a permitirme adicionar algunos datos curiosos a lo relatado en el libro.

Santander hizo ante sus interrogadores un recuento muy preciso de sus actividades, adjuntando detalles simpáticos, que pintan lo que era la rutina santafereña en aquellas calendas. En el día estuvo pagando algunas visitas: al provisor Rocha, a las señoras Almeidas, a las Uricoecheas, a las Sánchez, a Genoveva Ricaurte y familia, y al doctor Viana. Estando en casa de las señoritas Mendozas, se enteró de que su hermana Josefa estaba en trance de parto. Comió muy a la ligera y salió para la casa de dicha hermana, que estaba siendo asistida por las esposas de los doctores Casimiro Calvo y Casimiro Joaquín Sánchez. La parturienta ya había dado a luz sin problema, pero se había complicado por haberse retenido la placenta. En esos tiempos, esta complicación era tratada de diferentes maneras empíricas, y solo se apelaba a la intervención médica cuando aquellas fracasaban. Avanzada ya la noche, Santander consultó al famoso profesor José Félix Merizalde, quien prescribió algo que no tuvo efecto, excusándose de hacer acto de presencia por segunda vez. Entonces acudió a un oscuro personaje francés, que era un fementido médico “graduado en Montpellier”, llamado Juan Francisco Arganil. Acudió presto, con la buena fortuna de que doña Josefa había ya expulsado la placenta. Este Arganil fue uno de los implicados en la conspiración.

Itinerario de una frustración

Parece que en esta legislatura el despreciado proyecto de ética médica tampoco tendrá aprobación.

Los médicos colombianos, conscientes de la necesidad de actualizar la Ley 23 de 1981, o Código de Ética Médica, adelantamos un juicioso proceso de revisión de la norma, teniendo en cuenta los muchos cambios ocurridos en el campo de la salud desde la fecha de su promulgación. Durante dos años nos reunimos los presidentes de las más caracterizadas instituciones médicas y estudiamos documentos, escuchamos conceptos, deliberamos pacientemente para, finalmente, llegar a un consenso sobre los términos del texto que debía presentarse al Congreso de la República. Considerando los conductos para ello, optamos por el de la iniciativa parlamentaria, para lo cual acudimos al senador Juan Manuel Galán.

El proyecto fue radicado en la Comisión Séptima del Senado el 31 de julio de 2015 con el título ‘Por medio del cual se crea el nuevo Código de Ética Médica’. Posteriormente, el 25 de mayo de 2016 fue aprobado en la Comisión Séptima del Senado y en plenaria de esta corporación el 14 de diciembre. A la Cámara llegó el 27 de diciembre con el número 218. En la Comisión Séptima fue aprobado el 30 de mayo de 2017, y remitido a la Secretaría General el día siguiente.

Durante ese tránsito fueron varios los foros y las audiencias públicas realizados con el fin de escuchar a personas naturales y jurídicas interesadas en la suerte del proyecto, habiéndose atendido objeciones y sugerencias de algunas de ellas. A partir de entonces, el senador Galán, comprometido con los médicos en sacar avante el proyecto, acudió en repetidas ocasiones al presidente de la Cámara, representante Miguel Ángel Pinto, para que le diera la importancia debida en el momento de elaborar el orden del día, teniendo en cuenta que ya había surtido los trámites exigidos para su estudio final y aprobación.

Infortunadamente, entre los médicos también hay corruptos. Por eso existe desde hace 35 años un código de comportamiento que busca evitar el extravío de quienes ejercen la profesión.

Sin embargo, no ocurrió así. Siempre estuvo relegado por otros temas, de manera que nunca hubo tiempo para considerarlo, quedando a la espera de que fuera incluido en la próxima sesión. Todo hace presagiar que tampoco en la presente legislatura el despreciado proyecto de ética médica tenga aprobación.

He relatado de forma detallada el penoso y prolongado trámite que ha sufrido la aprobación de una ley de cuya importancia pareciera que muchos de los honorables parlamentarios no se hubieran percatado. Lo triste es saber que durante ese lapso se les dio prioridad a otros asuntos, muchos de ellos inanes. En el caso de su tránsito por la Cámara de representantes, quedó la sensación de que su presidente no hubiera simpatizado con el proyecto o, mejor, con quien lo lideraba, el senador Galán. De otra manera no se explica que nunca hubiera alcanzado el tiempo para ser considerado por dicha corporación.

El tema de la corrupción, es decir, de la falta de ética en todos los sectores de la sociedad, es un asunto que viene atosigando a nuestra sociedad. Tan importante será que en la reciente campaña electoral fue uno de los más trascendentes, adquiriendo los candidatos el compromiso de su erradicación, lo cual, en verdad, no se ve muy fácil. La preterición de los principios éticos se ha generalizado en forma tal que la legión de los corruptos campea a sus anchas, medrando en todos los espacios, dando la sensación de que tan funesto comportamiento es ya una costumbre arraigada y aceptada.

Infortunadamente, entre los médicos también hay corruptos. Por eso existe desde hace 35 años un código de comportamiento que busca evitar el extravío de quienes ejercen la profesión.

Como señalé atrás, nosotros mismos propiciamos su promulgación, y hoy queremos ajustarlo a las nuevas circunstancias. Gran aporte harían los honorables parlamentarios a la cruzada contra la corrupción dándole aprobación a tan importante instrumento.

Una ley innecesaria

En la actualidad el ejercicio de la medicina se halla peligrosamente judicializado.

Es digno de aplauso saber que nuestros congresistas, o ‘padres y madres de la patria’, se ocupan de velar por los intereses de sus representados, particularmente por sus derechos. Con ello dan muestra de que su papel de legisladores se cumple a cabalidad.

Hago el anterior exordio inducido por uno de los muchos proyectos de ley que cursan en el Congreso, producto de la desbordada capacidad de iniciativa de los honorables parlamentarios. Me refiero al que lidera en el Senado Nadya Blel Scaff con el título ‘Por medio del cual se dictan medidas para prevenir y sancionar la violencia obstétrica’, y que se identifica como PL 147-17.

No hay duda de que el trasfondo de dicha disposición es defender los intereses de la mujer que va a ser madre frente a las eventuales agresiones venidas de aquellos que están obligados a su protección: instituciones de salud y personal profesional encargado de su atención. Interpretada así, desprevenidamente, la intención que conlleva la ley propuesta es a todas luces muy loable. Sin embargo, analizada más a fondo, sus alcances son susceptibles de cuestionamientos válidos.

El proyecto de la senadora Blel Scaff, fuera de estar bien intencionado, sería una ley innecesaria e inconveniente por cuanto lo que se pretende proteger ya está protegido en leyes existentes.

En primer lugar, el título de la ley, ‘violencia obstétrica’, se presta para pensar que en nuestro medio las mujeres embarazadas son objeto de prácticas violentas por parte de los médicos y, por lo tanto, deben estar amparadas por las autoridades competentes. Su malinterpretación en nada favorecerá la relación de confianza mutua que debe existir entre el médico y su paciente. Creo que el término utilizado no fue el adecuado cuando se quiso hacer mención a incorrecciones durante el acto médico, contempladas y sancionadas en el respectivo Código de Ética, pero sin tener las implicaciones penales que conlleva la palabra ‘violencia’.

Se ha sostenido –con suficientes razones– que en la actualidad el ejercicio de la medicina se halla peligrosamente judicializado, a tal punto que son los jueces y magistrados de la República los que, a través de sus sentencias, ordenan a los médicos qué hacer frente a sus pacientes, so pena de condigno castigo.

Es cierto que no es infrecuente que los facultativos pierdan el rumbo del actuar correcto, afectando los intereses de los pacientes. Por eso existen normas propuestas por los mismos médicos y aprobadas por el Congreso, que sirven de guía para evitar el eventual extravío y además contemplan sanciones cuando se infringen. Como producto de la prevención contra los deslices médicos, existe hoy también una especialidad llamada ‘derecho médico’, que se ha constituido en un rico filón para los abogados litigantes.

El proyecto de ley de marras está enfocado en meter en cintura el ejercicio de la obstetricia, disciplina considerada como de riesgo extremo por tener que responder a la vez por dos vidas de altísimo valor social: la madre y su hijo por nacer. Explicable que la mujer embarazada, en la Ley Estatutaria de la Salud (Ley 1751), esté considerada como ‘sujeto de especial protección’ y, por lo mismo, todos sus derechos fundamentales estén contemplados allí.

De igual forma, las situaciones que en el proceso de atención obstétrica cataloga el PL 147-17 como de violencia están inmersas en el Código de Ética Médica (Ley 23 de 1981), sin esa connotación exagerada.

A propósito, en el 2015 los médicos llevamos a consideración del Congreso de la República una propuesta de reforma de la Ley 23 para ponerla a tono con la situación actual. Infortunadamente, no ha corrido con buena suerte, quizás por falta de interés de los parlamentarios. Espero ocuparme, en futura columna, de esta gran frustración.

En resumen, el proyecto de la senadora Blel Scaff, fuera de estar bien intencionado, sería una ley innecesaria e inconveniente por cuanto lo que se pretende proteger ya está protegido en leyes existentes.

Votaré liberal

El país respira hoy un aire menos belígero, con menos olor a sangre.

Sin duda, junto con el presidente Santos, Humberto de la Calle fue uno de los artífices de la paz suscrita con las Farc. Con dificultades para alcanzarla plenamente e imperfecta en su implementación, no obstante el país respira hoy un aire menos belígero, con menos olor a sangre. Que lo digan, si no, mis colegas del Hospital Militar Central.

Ahora, el doctor De la Calle, en representación de un Partido Liberal mermado, ha sometido su nombre a consideración de los colombianos en su legítima aspiración a conquistar la presidencia de la República.

 

Como yo no debo quedarme callado, teniendo la oportunidad de dar a conocer desde esta columna de opinión mi preferencia frente a la baraja de candidatos, confieso que depositaré mi voto por Humberto de la Calle, a sabiendas de que difícilmente pasará a la segunda vuelta. Varias razones me han llevado a tomar esa determinación.

Me considero liberal de tiempo completo, como mi abuelo, como mi padre, y como los grandes jefes del partido que tuve la oportunidad de seguir con atención: López Pumarejo, Echandía, Gaitán, Alberto y Carlos Lleras, Galán... Lastimosamente, el Gran Partido Liberal se vino a menos, quedando convertido en hueste diseminada y perpleja. Muy pocos líderes mantienen vigente el ideario de los patricios que le dieron gloria. Uno de ellos es Humberto de la Calle, a quien buena parte de sus correligionarios abandonaron para medrar bajo otras toldas.

Además de sus condiciones y experiencias como estadista, De la Calle tiene la virtud de la templanza. Conserva el temple liberal sin ofender a sus contrincantes, sin herir susceptibilidades.

La falta de adecuada organización del partido explica por qué la candidatura de De la Calle aparece en las encuestas con tan pobre acogida.

Precisamente, advertí esa virtud en él a través de sus intervenciones a lo largo de las conversaciones en La Habana. Su prestigio y sus palabras, pronunciadas con sapiencia, prudencia y convicción, lograron a la postre su eficiencia, teniendo al frente unos interlocutores duros, obcecados.

Imaginándolo en el ámbito médico, la acción de su palabra, a la manera de la catarsis verbal hipocrática, fue tan efectiva que obró como si el discurso mismo fuese un verdadero medicamento. En términos médicos, De la Calle aportó al proceso de paz el ingrediente salutífero, curativo.

Siendo su campo de acción profesional el de la política, debo resaltar que si algo caracteriza esa actividad es el empleo de la palabra como instrumento estratégico para lograr objetivos, al igual que ocurre en la medicina, con la diferencia de que en la política el logos sirve tanto para restañar heridas como para abrirlas. Y el mérito de su paciente gestión como vocero y cabeza visible del proceso de paz fue usar la palabra como bálsamo, como recurso eficaz para imponer la razón sin causar daño.

Los resultados quedaron a la vista del mundo entero, al tiempo que él, discretamente, se retiraba de la escena, como acostumbraban los médicos hipocráticos una vez cumplida su misión.

En la actual contienda política, algo semejante ha ocurrido. La palabra suya a nadie ha herido. Su mensaje es de paz, de confraternidad y de esperanza para lograr un mejor país a través de sus propuestas, todas serias y razonables, sin pizca de demagogia.

El suyo no es un liberalismo caduco, sino renovado, actualizado, de acuerdo con las necesidades de la época. La falta de adecuada organización del partido explica por qué la candidatura de De la Calle aparece en las encuestas con tan pobre acogida.

Sin embargo, votaré por él para tranquilizar mi conciencia liberal. Siento por Colombia y por los colombianos que lo hubieran dejado solo. Perdemos la oportunidad de haber tenido un gobierno manejado por un timonel experto, prudente y visionario.

Elección de rector en la U. N.

La instancia para nominar una terna entre aspirantes inscritos podría ser el Consejo de exrectores.

Mediante el acuerdo 02 de 2017, el Consejo Nacional de Educación Superior (Cesu) estableció la ‘Política pública para el mejoramiento del gobierno de las instituciones de educación superior’. En él se recomienda que en la elección de rector deben considerarse mecanismos de participación de la comunidad educativa, sin que sean vinculantes ni tenidos como los únicos mecanismos de elección.

Tal recomendación es de carácter general y, por lo tanto, cobija también a la Universidad Nacional (U. N.), cuyo Consejo Superior es el encargado de reglamentar los mecanismos apropiados.

A raíz de la reforma constitucional de 1968 se facultó al Presidente de la República, a los gobernadores y a los alcaldes para designar a los rectores de las universidades públicas de carácter nacional, departamental y municipal, respectivamente. Luis Carlos Galán y Antonio Yepes Parra, como ministros de Educación, y Gerardo Molina, como senador, abogaron por dejar a las universidades públicas en libertad para elegir sus rectores, lo cual solo se logró en 1993.

En el 2005, la Nacional incluyó una consulta a profesores, estudiantes y egresados, que ha venido siendo malinterpretada al tomarla como mecanismo válido de elección, cuando es solo de selección. La escogencia del último rector, el profesor Ignacio Mantilla, suscitó gran malestar al ser designado por el Consejo Superior no obstante haber ocupado el tercer lugar en la consulta. Esta decisión del Consejo fue interpretada por algunos como una burla a los electores y como una jugada política del Gobierno para imponer su candidato, aprovechando que el Presidente de la República tiene dos representantes en el Consejo.

En la actualidad, la provisión del cargo de rector en la U. N. está precedida de una convocatoria pública, que puede ser atendida por todo aquel, o aquella, que llene unos requisitos obligatorios. Quienes los cumplan irán a la consulta (electrónica), advirtiendo que la abstención masiva ha sido una constante. Los cinco primeros favorecidos pasan luego a consideración del Consejo, para analizar sus hojas de vida y la visión que cada uno tenga del presente y futuro de la universidad. El mejor calificado, según criterio de la mayoría de consejeros, será elegido.

Uno de los inconvenientes anotados al mecanismo de la consulta es la contaminación inevitable por la política partidista. Para algunos profesores y estudiantes, el rector ideal es aquel que se identifique con la corriente política que profesan.

Cuando fui rector de la U. N., el Presidente de la República era quien elegía. Este mecanismo fue eliminado posteriormente, aduciéndose que conspiraba contra la autonomía institucional, y por su eventual compromiso político. En mi caso no ocurrió ni lo uno ni lo otro. Siendo yo liberal, fui nombrado por un presidente conservador. Puedo dar fe de que el presidente Betancur fue extremadamente respetuoso de la autonomía y además de que estuvo cerca de las directivas de la universidad. En dos ocasiones presidió el Consejo Superior para escuchar directamente nuestras quejas. Hoy, el rector está muy distante del Presidente, dando la impresión de que el Gobierno nada tiene que ver con la universidad.

Ante la proximidad de relevo en la dirección de la U. N., bien vale la pena repensar para el futuro el mecanismo de elección del rector. Creo que la instancia indicada para nominar una terna de entre los aspirantes inscritos podría ser el Consejo de exrectores. De esa terna, el Consejo Superior, o el Presidente de la República (volviendo al régimen anterior a 1993) designaría el rector. Así se evitaría la contaminación política, que induce al descontento. En caso de que fuera el Presidente, este se sentiría más comprometido con la suerte de la universidad.

El estado de la salud (II).

¿Deben desaparecer las EPS?, o deben mantenerse, a condición de que se cambien las reglas de juego.

Se afirma que llevar a la práctica lo preceptuado en la ley estatutaria superaría toda posibilidad financiera, es decir que el sistema de salud entraría en colapso. Eso sería cierto si este continuara funcionando al tenor de la Ley 100, con todos sus vicios. Si algo bueno puede abonarse a esta disposición es haber puesto de presente que sí es posible obtener recursos para financiar el sistema.

En los últimos años se ha dispuesto de sumas cercanas a los 45 billones de pesos anuales –un millón por habitante–, lo cual permitiría que funcionara holgadamente un modelo de atención eficiente, administrado por el ministerio respectivo, erradicando por completo la corrupción y manejando los recursos de manera racional, sin racionar. Además, obligando a cotizar a la legión de avivatos adscritos al Sisbén.

Se dice que las EPS han sido las grandes villanas del desastre del sector y para que este mejore hay que eliminarlas. Es evidente que algunas fueron culpables, pero también es cierto que otras se han desempeñado con eficacia y corrección, haciendo posible que incontables usuarios se beneficien del sistema. Lo que ocurrió fue que el Ministerio de Salud se desentendió de sus obligaciones, delegando funciones a las EPS y descuidando su control y vigilancia. Por eso, el sistema actual no tiene un modelo de salud determinado, sino varios modelos acomodados por las distintas EPS.

El sistema actual no tiene un modelo de salud determinado, sino varios modelos acomodados por las distintas EPS.

Es explicable, asimismo, que no haya medicina preventiva y que la prestación de los servicios esté fundamentada en la enfermedad a cargo de médicos especialistas. La atención primaria, sustrato de un buen sistema de salud, fue preterida, como lo fue también la salud pública en general.

Entonces, ¿deben desaparecer las EPS? Pienso que deben mantenerse, a condición de que se cambien las reglas de juego. Su papel de afiliadoras y aseguradoras no tiene sentido a la luz de lo establecido en la ley estatutaria, pues en ella se registró que todos los colombianos, desde el momento del nacimiento, quedan afiliados al sistema, a la vez que se les asegura que recibirán los beneficios necesarios en salud. Vale decir que el Estado es el responsable de la protección en salud, con carácter obligatorio, universal y eficiente. Usando un símil, todo colombiano nace con un chip virtual puesto que le asegura su ingreso y permanencia en el sistema de salud.

El papel de las EPS sería de operadoras, utilizando sus propias redes de servicios, además de otras privadas y todas las públicas. Sin excepción, estarían acreditadas por Minsalud y seguirían el modelo de atención impuesto por este. Los usuarios del sistema estarían en libertad de adscribirse a la EPS de su conveniencia, teniendo en cuenta el área de influencia y la calidad de los servicios. Las EPS y las compañías de seguros seguirían ofreciendo pólizas de seguros de salud, modalidad prepago, lo cual alivia la carga financiera del sistema.

Del concurso eficiente de los prestadores directos de los servicios –o recurso humano– depende en buena parte la bondad del sistema. No obstante venir siendo maltratados desde los inicios de la Ley 100, el personal médico y demás componentes de dicho recurso han aportado su contribución con eficiencia y consagración. Su vinculación al sistema se ha hecho a través de intermediarios, en condiciones francamente leoninas. El médico trabajador carece de prestaciones laborales, es decir, de seguridad social, vacaciones, primas legales, cesantía, pago oportuno de sus servicios. La satisfacción de los pacientes es muy importante, sí, pero ella no se consigue a plenitud si quienes les prestan los servicios no trabajan satisfechos. Para corregir esta injusticia, los ministerios de Salud y del Trabajo deben encontrar la fórmula apropiada.

El estado de la salud (I)

No hay que reinventar el sistema, sino atender las cláusulas contenidas en la Ley Estatutaria.

En la entrevista que Yamid Amat hizo al procurador de la nación, Fernando Carrillo, este manifestó que la salud en Colombia está en cuidados intensivos. Al igual que él, son muchos los compatriotas que piensan así. Para encontrarle una salida a tamaña situación, el jefe del Ministerio Público ha convocado un Gran Pacto Nacional, en el que involucra al Gobierno, Congreso, jueces, médicos, directivos de EPS e IPS, usuarios y pacientes. Posteriormente, en el periódico médico Epicrisis, reafirmó su propuesta, añadiendo que el sistema de seguridad en salud había que reinventarlo, introduciéndole reformas estructurales.

Es cierto que los servicios de salud adolecen actualmente de fallas, algunas protuberantes. El sistema de salud no llena las expectativas que suscitó la promulgación de la Ley 1751, o Ley Estatutaria. No obstante las buenas intenciones que el ministro Alejandro Gaviria ha puesto para que el sistema marche bien, continúa causando insatisfacción. Pero –con perdón del señor Procurador– afirmar que la salud se halla en estado agónico es una exageración.

Existen deficiencias, sí, pero no es una situación catastrófica, como la calificó proclivemente el presidente Maduro. Creo que no hay que reinventar el sistema, sino atender cada una de las cláusulas contenidas en la Ley Estatutaria.

Hace dos años que viene implementándose esta ley. Se esperaba que la etapa de transición fuera lenta, difícil, en especial por el escollo que apareja el lastre de una deuda calculada en 5 billones de pesos y aún no se sabe cómo va a ser subsanada.

Seguramente hubiera sido más ágil el proceso si se hubiera contado con una ley ordinaria que reglamentara de manera armónica los principios contenidos en la ley marco, o Estatutaria. Hasta la fecha, la Ley 100 mantiene vigencia, remendada a punta de decretos y resoluciones, sin que hayan sido erradicados los defectos que la llevaron al fracaso.

Las venas rotas por donde se desangró el sistema están bien identificadas. Los entes de control y vigilancia han venido tomando cartas en el asunto, lo cual es un gran avance.

El ministro Gaviria –que reasumió la responsabilidad del funcionamiento de todo el sistema– ha adelantado medidas significativas, como el control de precios de los medicamentos; la eliminación de su restricción en la prescripción; la supresión de los comités técnico-científicos de las EPS; se agilizó el pago de servicios; se intervinieron algunas EPS y se eliminaron otras; se puso en práctica una política de saneamiento financiero.

Además, las venas rotas por donde se desangró el sistema están bien identificadas. Los entes de control y vigilancia han venido tomando cartas en el asunto, lo cual es un gran avance en el intento por corregir la expoliación de los recursos.

En el artículo 61 del Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018 se incluyó el modelo de atención integral en salud mediante el programa denominado Pais (Política de Atención Integral en Salud), centrado en la atención de la persona, a nivel familiar y colectivo, dirigido por el Estado en cabeza del ministro, con participación de alcaldes y gobernadores. A su vez, se estableció un modelo de atención integral en salud (Mias) que busca hacer más operante el nivel primario de atención.

De esa manera, el mecanismo de acceso a los servicios no sería a través de urgencias –como ha venido ocurriendo–, sino de la medicina familiar y comunitaria. El modelo incluye acciones de salud pública con enfoques de prevención y promoción.

Atendiendo esta disposición, el Ministerio de Salud ha venido implementándola en forma tímida, desarticulada, en razón a que la reforma contemplada en la Ley Estatutaria no se está haciendo de acuerdo con un plan ordenado en el que cada uno de los cambios engrane en un sistema integral. Sin duda, la ausencia de una ley ordinaria – como señalé atrás– ha impedido estructurar el sistema de salud que todos anhelamos.

A propósito de la equidad de género

La mujer ha venido luchando por un mejor trato. Entre nosotros, esa lucha se ha mantenido.

Para empezar, debo advertir que soy un ginecófilo exaltado por dos razones: ejercí la ginecología durante cuatro décadas y soy padre de seis mujeres. Estas dos circunstancias me han permitido valorar en profundidad lo que es y significa la mujer, estando convencido de que la madre es el agente inductor del culto que debe rendírsele a la mujer. Sí, desde nuestra vida acuática, intrauterina, se inicia esa inducción cuando, a manera de arrullo, escuchábamos muy cerca de nuestro oído los latidos del corazón de la mujer que nos gestaba. Conscientemente no lo recordamos, pero ese arrullo nos acompaña siempre.

 

Desde el 8 de marzo de 1857, cuando las obreras textiles del bajo Manhattan se declararon en huelga y se lanzaron a las calles para exigir la humanización de las condiciones de trabajo, la mujer ha venido luchando por un mejor trato. Explicable que esa fecha diera origen al Día Mundial de la Mujer. Entre nosotros, esa lucha se ha mantenido.

Muchas mujeres han dado muestra de que el género femenino también tiene condiciones y derechos para figurar y participar en el escenario nacional, al igual que los varones. En 1989, durante el gobierno de Virgilio Barco, su ministra de Trabajo y Seguridad Social, María Teresa Forero de Saade, inspiró el decreto 1389, que buscaba eliminar todas las formas de discriminación contra la mujer y garantizar, frente al hombre, “igualdad en la titularidad y goce de todos los derechos económicos, sociales, culturales, civiles y políticos”. Sin embargo, esa loable disposición tiene mucho de letra muerta en la realidad.

Muchas mujeres han dado muestra de que el género femenino también tiene condiciones y derechos para figurar y participar en el escenario nacional.

Si la equidad de género no fuera en la práctica una utopía, la mujer tendría derecho a la mitad de los puestos, es decir, a que hubiera paridad. Según la profesora Florence Thomas –aguerrida feminista francocolombiana–, cuantas más mujeres participen en los cuadros directivos públicos, menos corrupción habrá. Su presencia es reclamada gracias a que su imagen se considera prenda de garantía, aun cuando en todos los sectores no faltan las que defraudan el concepto esperanzador de la profesora Thomas.

En mis meditaciones octogenarias me asisten dudas respecto a la sinceridad de la mayoría de las mujeres en su aspiración liberadora. Por ejemplo: ¿por qué la mujer, en su afán de liberarse de la coyunda masculina, da muestras de querer parecerse más al varón, es decir, de alejarse de su condición femenina? Con esta actitud pienso que le dan la razón al filósofo existencialista Kierkegaard cuando dijo: “¡Qué desastre ser mujer! Y, sin embargo, cuando se es mujer la peor desgracia, en el fondo, consiste en comprender que se es”.

La tendencia de la mujer en los tiempos posmodernos es querer hacer todo lo que el hombre tradicionalmente ha hecho, no obstante que con ello pueda perder la imagen amable, delicada, que siempre la ha caracterizado. Hoy juega fútbol, boxea, presta servicio militar, frecuenta los bares y cantinas, bebe y fuma a la par con los hombres.

Los gimnasios –como anota Juan José Saavedra en De cómo ser feliz aun estando casado– “están contribuyendo a que las suaves redondeces femeninas hayan sido remplazadas por músculos macizos, refractarios por completo a las caricias”. El deseo de vivir como los varones, de ser como ellos –o, por lo menos, de imitarlos– hizo que el pantalón largo –que fue prenda masculina por excelencia– se convirtiera hoy en prenda femenina por excelencia. La falda es cosa del pasado. La sustituyó el jean, atavío de los vaqueros tejanos.

Otrosí: en el 2009, desde Medellín, se anunció que las mujeres ya podían orinar como los hombres, de pie, pues se había puesto a su disposición un adminículo de papel bond, en forma de embudo, desechable y reciclable. Buena noticia, pues, para las mujeres liberadas y con fijación androide.

La razón versus la fe

La ciencia tiende a prevalecer sobre la religión. La razón viene ganándole terreno a la fe.

Iniciándose diciembre se llevó a cabo el esperado encuentro intelectual entre el científico británico Richard Dawkins –defensor de la razón– y el padre jesuita Gerardo Remolina –defensor de la fe–, teniendo como escenario el coliseo del campus de la Universidad Javeriana en Bogotá. Como se presagiaba, fue todo un éxito de taquilla. En cuanto a los resultados que dejó entre los asistentes, es posible que no haya arrojado ganancias, si se tiene en cuenta que ese tipo de discusiones suelen irradiar calor sin generar mucha luz. Tanto los seguidores de la fe como los de la ciencia debieron de quedar con lo suyo.

 

El debate se tituló ‘¿Es Dios una ilusión?’, quizás porque es esa la pregunta que el sacerdote Remolina se hace en su libro de reciente aparición 'Los fundamentos de una ‘ilusión’', en el que califica a Dawkins como el más radical de los ateos contemporáneos y uno de los más sólidos teóricos del ateísmo actual.

Debe aceptarse, entonces, que el jesuita sabía bien a quién iba a enfrentar, más aún reconociendo él que en la actualidad algunas ideas religiosas han sido remplazadas por ideas científicas, y, dado que estas no son ilusión, la ciencia tiende a prevalecer sobre la religión. En otras palabras, la razón viene ganándole terreno a la fe. El meollo de la discusión era establecer cuál de las dos posiciones está respaldada por la verdad.

Debo confesar que yo estoy alinderado en el campo de las ciencias, sin ser un científico; apenas soy un filosofastro de las ciencias y un devoto de la razón. Pero qué tortura es la razón, la curiosidad inteligente. “Felices los que ven amanecer –decía nuestro poeta Barba Jacob– y no lloran el milagro del lirio del alba”. Quizás ser elemental, tener la fe del carbonero, sea más gratificante que ser esclavo del raciocinio.

La consecuencia de no creer en la infalibilidad de los textos sagrados era morir abrasado en llamas. Hoy no se llega a tanto.

Respeto a los que creen sin preguntarse por qué creen, sin darse explicación de las creencias. Son seres que no se desvelan, pues están poseídos de la virtud teologal de la fe, aquella que el apóstol Pablo definía como “la sustancia de las cosas que se esperan y la demostración de las que no se ven”. Por eso, el sustento de todas las religiones es la fe, que la poseen en alto grado los teólogos. Con sentido guasón, alguien los definió como sujetos ciegos, que entran a un cuarto oscuro a buscar un gato negro que está afuera, ¡y lo ven! En su encíclica Lumen fide, el papa Francisco registró que “la fe, sin verdad, no salva”. ¿Qué quiso decir con ello?

Volviendo al debate, la discusión contempló el valor y la verdad de los contenidos de la Biblia, ya que se trata del punto obligado de referencia cuando quiere defenderse la religión judeocristiana. Para Dawkins se trata de una suma de libros de todo tipo, donde están ausentes los relatos científicos.

En cambio, para el P. Remolina contiene una colección de mitos, advirtiendo que el mito no pretende explicar nada, sino inducir a una actitud de fe. Se cree que fue Moisés (vivió, al parecer, en el siglo XV antes de nuestra era) –de quien se dice haber sido el único afortunado interlocutor de Dios– el iniciador de la Biblia. En 1546, el Concilio de Trento declaró el Antiguo y el Nuevo Testamento como documentos auténticos, de inspiración divina.

Uno de los riesgos de poner en duda los hechos registrados en la Biblia es la posibilidad de ser declarados “herejes”, según el pronunciamiento del papa León XIII en 1893, pues en los libros que la Iglesia considera sagrados no puede haber errores, ya que fueron inspirados por el Espíritu Santo. Borges decía que la Biblia era un tratado de literatura fantástica y Dios, su máxima creación.

En otra época, cuando existió la Inquisición, la consecuencia de no creer en la infalibilidad de los textos sagrados era morir abrasado en llamas. Hoy no se llega a tanto. Los herejes, que somos cada vez más, podemos anteponer la verdad a la fe sin temor alguno, sin llegar a ser achicharrados.

Qué es la ética

Inculcar la ética es algo que reclama la sociedad, pues la carencia de ella facilita la corrupción.

En una de mis columnas llamaba la atención sobre la necesidad y conveniencia de que se enfilaran baterías hacia las escuelas formadoras de abogados, con el fin de que se enseñara la ética profesional, tal como lo establece el Decreto Ley 80 de 1980. Posteriormente, el ministro de Justicia recomendó la misma estrategia, con miras a evitar la corrupción del sector.

Por su parte, mi amigo, el profesor Moisés Wasserman, en columna titulada ‘¿Enseñar ética?’, considera que ese es un imposible fáctico. “No sé de dónde sacó el ministro –dice– que se puede enseñar ética”. Y añade: “No se enseña ética, así como un curso de apreciación musical no forma ejecutantes virtuosos. Para ser virtuosos hay que tocar violín, para ser ético hay que hacer ética”.

Poniéndoles atención a estas frases del profesor Wasserman, salta a la vista que son juicios peregrinos. Esto de que “para ser ético hay que hacer ética” no es un buen recurso para demostrar que esa materia no se puede enseñar, pues para hacer algo bien hay que haberlo aprendido. Recuérdese que la ética no se hace, se piensa. Ergo, para aquel que no ha aprendido ética le será difícil discernir éticamente.

Si la conciencia está supeditada a nuestra inteligencia, esta es susceptible de ser educada, de ser ejercitada para hacer el bien.

En la década de los sesenta, un prohombre de las ciencias jurídicas, el maestro Abel Naranjo Villegas, enseñaba ética en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional. Conservo la pequeña joya que publicó en 1968 con el título de ‘Disertaciones sobre ética’. En la introducción advierte que toda ética propone imperativamente lo que debe ser, es decir, lo que es bueno. Lo que se denomina ética profesional –añade– es la aplicación de un determinado sistema ético a los diversos actos posibles en una profesión u oficio, advirtiendo que ese sistema es como un plano que permite llegar a un sitio determinado, sin extraviarse. Me imagino que esas lecciones de ética contribuyeron a que muchas generaciones de abogados ejercieran su profesión pensando en “lo que debe ser”, actuando bajo el mandato de lo correcto, de lo ético.

Los que hemos trajinado en el campo de la ética sabemos que existe una corriente nihilista que niega la posibilidad de enseñar la materia. No obstante, en la práctica, inculcar la ética es algo que reclama la sociedad, pues la carencia de ella facilita el extravío, la corrupción. Bien se advierte que la sociedad actual padece de penuria ética.

Es bueno contarles a mis lectores que el éthos es el sitio donde nos refugiamos para rumiar nuestras intenciones, para asumir determinaciones. Ese lugar es nuestra conciencia. Pese a que aún no se ha podido identificar su ubicación en el cerebro, lo cierto es que es en él donde se aloja. Según el filósofo contemporáneo Varga, la conciencia no es un ente misterioso; es sencillamente nuestro propio entendimiento en cuanto se ocupa de juzgar la rectitud o malicia de una acción. En otras palabras, para que nuestra conducta sea completamente moral debe haber sido sometida al juicio de la conciencia. Obrar así –afirmaba Aristóteles– es actuar conforme a la recta razón.

Si la conciencia está supeditada a nuestra inteligencia, esta es susceptible de ser educada, de ser ejercitada para hacer el bien. El actuar ético no es un asunto de pálpito ni de iluminación divina, sino que está sujeto a enseñanzas y a normas de conducta. Siendo así, el comportamiento correcto, bueno, es producto del ingrediente aportado por la conciencia y del ingrediente (leyes y normas) aportado por la sociedad, llámese Estado, Iglesia, gremios profesionales. Si actuamos solo de acuerdo con disposiciones externas, más por miedo al castigo que por repulsa a las malas acciones, nuestro proceder carece de la esencia ética.

En resumen, creo que la ética sí se puede y se debe enseñar.

El gran ausente

Santander fundó la educación pública en Colombia y sembró el germen que dio origen a la U. Nacional.

Con una nutrida programación se conmemoraron los 150 años de la creación de la Universidad Nacional. Todos los actos se caracterizaron por su sencillez, carentes de boato, pero plenos de significado celebratorio. Sin duda, el hecho de mayor trascendencia fue la publicación de una historia extensa de la institución, recogida en siete volúmenes, de la autoría de 167 colaboradores, casi todos vinculados a la academia. De esa manera las generaciones presentes y futuras dispondrán de una fuente veraz, contentiva de la memoria histórica de la alma mater, particularmente de los aportes hechos al progreso de la ciencia y del país.

Siempre he sido un fervoroso defensor de las causas nobles, entendiendo como tales las denominadas justas, vale decir, las que preservan la dignidad de la persona. Desde hace tiempo, de manera un tanto quijotesca y pertinaz, he venido pugnando por que se le devuelva la dignidad a un personaje histórico muy ligado a los orígenes de la sesquicentenaria UN, dignidad que en mala hora le fue arrebatada con la indiferencia de quienes han estado obligados a defenderla. Me refiero, por supuesto, al general y jurisconsulto Francisco de Paula Santander, el gran revolucionario que hizo de la educación pública el instrumento eficaz para convertir a la naciente república en una nación pensante, capaz de defender la libertad y la independencia que él mismo había contribuido a alcanzar.

Al haber sido olvidado Francisco de Paula Santander en ocasión tan significativa, se infligió otro agravio más a su ya ultrajada dignidad.

Sé bien que nuestra historia patria es un asunto que carece de importancia para mucha gente, incluso para quienes se ilustran en colegios y universidades. Sé también que algunos miembros de las juventudes universitarias, en particular de los que se forman en las instituciones públicas, haciendo alarde de irreverencia por todo lo tradicional, desprecian la llamada ‘memoria histórica’ y viven su mundo a su amaño, juzgando a los que los antecedieron con criterios arbitrarios, acomodados a sus intereses políticos y a su iconoclasia mental.

Como invitado a los actos celebratorios mencionados, tuve la oportunidad de pasear el campus. Abrigaba la esperanza de que el día 22 de septiembre, fecha del onomástico, las directivas de la universidad hubieran tenido en cuenta, con carácter de ‘Invitado de Honor’, al fundador de la educación pública en Colombia y sembrador del germen que dio origen a la UN. Me acerqué a la plaza principal, que en algún momento de cordura histórico fuera bautizada con su nombre y levantada allí su figura en bronce, esperanzado –digo– de volverlo a ver presidiendo el transcurrir de la universidad pública más importante del país. Pesarosa fue mi frustración al comprobar que no había sido invitado, que era el Gran Ausente.

Ante tamaño desafuero, me arrogo la vocería de buena parte de la comunidad uninacionalista y –¿por qué no?– de la opinión pública en general, para, desde esta columna y de manera respetuosa, emplazar al señor rector y a los miembros del Consejo Superior para que expliquen las razones que tuvieron para no haber invitado en tan señalada efeméride a Francisco de Paula Santander, rescatándolo del forzado y prolongado exilio a que lo han sometido quienes lo suplantaron por un revolucionario extraño a nuestra historia.

Al haber sido olvidado en ocasión tan significativa, se infligió otro agravio más a su ya ultrajada dignidad. Ante semejante preterición me pregunto: ¿será necesario adelantar un plebiscito o la recolección de firmas –tan de moda en la actualidad– para consultar al respecto el querer de la comunidad nacionalista? Por lo que he podido palpar en el ambiente, el deseo de que se restituyan el nombre a la plaza y la efigie del revolucionario Santander en ella es generalizado.

La ética profesional

La solución de ese perverso mal no es solo a través de una reforma de la justicia.

Cada día que pasa, los colombianos comprobamos con pena, frustración y rabia que la corrupción en nuestro medio es una planta silvestre que crece en todas partes. No hace mucho comentaba desde esta columna los estragos que la corrupción ha causado en el sector de la salud. Lo mismo ocurre en otros ámbitos: el financiero, el parlamentario, el militar, el político, el religioso, el judicial... En fin, no hay reducto alguno libre de contaminación. Si estuviera vivo el ‘Tuerto’ Luis Carlos López seguramente exclamaría: “¡Qué diablo!... Si estas cosas dan ganas de llorar”.

 

Para cualquier sector que tenga injerencia en el transcurrir social, la corrupción es una desgracia, una verdadera calamidad, existiendo algunos en que, por su trascendencia, su percepción es más dolorosa. Sin duda, los de la salud y la justicia encabezan la lista, pues los profesionales encargados de dispensarlas son los responsables del bienestar y la felicidad de la sociedad toda. De ahí que la enseñanza de la ética, o formación moral, adquiera relevante importancia en las carreras de medicina y derecho.

Desde 1980, a través del Decreto-Ley 80, quedó establecido que la enseñanza de la ética posee calidad de obligatoria en todas las carreras universitarias, es decir que la formación profesional debe tener un componente ético. Tan fundamental disposición ha sido preterida en la práctica, pues no se cumple de manera general, y si se tiene en cuenta adquiere carácter de cenicienta del pénsum correspondiente, siendo considerada por algunos como ‘clase de costura’. En otras palabras, la ética es menospreciada.

En la actualidad, todos estamos confundidos con el escándalo en el sector judicial. No era raro que salieran a la luz pública deslices éticos de algunos profesionales del derecho, a nivel de jueces municipales y de litigantes de baranda. Lo que parecía improbable era que los magistrados de las altas cortes pudieran ser actores de conductas corruptas, que la toga del magistrado pudiera ocultar a un transgresor de la ley.

Séneca, considerado uno de los más grandes moralistas de la antigüedad, afirmaba que el foco originario de la ética es el sentimiento de dignidad de la persona. Quien carece de ese sentimiento no dispone de voluntad moral. Y la dignidad –tan difícil de definir– es, en últimas, la más preciada de las virtudes que puede tener un ser humano. Aquel que la pierde es presa fácil de las más bajas pasiones. Alguna vez Séneca manifestó aborrecer la idea de ejercer la función de juez, de “vestir la perversa toga de magistrado”, quizás por haber advertido la falta de dignidad en algunos de los administradores de justicia. Yo diría que la toga no es la perversa, sino quien la viste careciendo de dignidad, de voluntad moral.

La anterior consideración me lleva a pensar que la solución de ese perverso mal no es –como se viene proponiendo– solo a través de una reforma de la justicia, que, según se ha comprobado, no es ciega –que lo debe ser– sino también sorda, coja y sinvergüenza. Es evidente que los aspectos procedimentales son importantes para que la justicia marche bien, para que no cojee. Pero opino que para corregir la falta de vergüenza se hace necesario rescatar y mantener vigente la dignidad de los encargados de impartirla. Entonces no habría prevención hacia la toga del magistrado, como la tenía Séneca.

Aceptando que hay que atender los vacíos y defectos de lo procedimental, es igual de urgente y necesario enfilar baterías hacia las escuelas formadoras de juristas, que es de donde proceden los futuros administradores de justicia. Si no se pone atención a que en ellas se enseñe con convicción e insistencia lo que es la dignidad del abogado –vale decir, la voluntad moral, que es el sustento de la ética–, la justicia en Colombia carecerá de la credibilidad que infortunadamente ha perdido.

Feliz coincidencia

El mejor regalo para la UN es que se haga justicia reparando la memoria del fundador.

El próximo 22 de septiembre, la Universidad Nacional cumplirá 150 años de haber sido fundada. Por el papel que a favor del desarrollo del país ha desempeñado durante todo ese tiempo, tal fecha se constituye en una efeméride que Colombia entera habrá de celebrar.

Calificada por la firma QS World University Rankings como la mejor institución colombiana de educación superior, y ubicada en el puesto 269 del listado mundial, debe aceptarse que la realidad avala esa certificación. La UN (o ‘la Nacho’, como la llaman cariñosamente sus estudiantes) posee méritos suficientes para ser la mejor de las mejores: su antigüedad y trayectoria, su

amplia y acreditada oferta académica, su plantel docente, su producción investigativa, sus recursos físicos... De todo eso nos enorgullecemos quienes somos sus hijos de útero y quienes están ahora en etapa de gestación.

Coincide ese sesquicentenario con un hecho que, asimismo, puede calificarse de feliz. Me refiero a la paz reinante en el campus y en su vecindario como consecuencia de la paz suscrita entre el Gobierno y la guerrilla. Sí, en lo que va corrido del año, el transcurrir de la UN no se ha visto alterado por causa de las incursiones periódicas y ruidosas a que nos tenían acostumbrados grupos de encapuchados. Recordemos que desde la década de los 60, la UN fue escenario de brotes de violencia a cargo de agitadores profesionales y de jóvenes aprendices que, con fines políticos, la utilizaban como arma arrojadiza contra el llamado “establecimiento”, sin que hiciera mella en este, pero sí en aquella.

Quien recorra hoy el campus verá, con ojos de asombro, otro hecho insólito: los muros encalados de la Ciudad Blanca ya no son la muralla donde se registraban grafitis belígeros. Ahora, si se observan, son mensajes pacifistas que obligan a pensar que, al igual que el país, la UN atraviesa una época de buenos augurios. Los violentos han morigerado su comportamiento y con ello se le ha devuelto a la institución su verdadera esencia: libertad y respeto por el juego inteligente de las ideas.

Aprovechando ese nuevo ambiente, quiero –a riesgo de ser tildado de ‘cansón’– insistir ante las directivas de la Nacho y ante los exsimpatizantes de la revolución armada en que se haga una reparación histórica: devolverle a la plaza principal del campus su nombre primigenio y restituir la estatua pedestre que le daba dignidad y simbolizaba el agradecimiento de la posteridad a quien fuera llamado ‘Fundador de la educación pública en Colombia’. Me refiero, por supuesto, al general y jurisconsulto Francisco de Paula Santander, gracias a cuyo legado verdaderamente revolucionario podemos contar hoy con la mejor universidad del país.

Cada vez que cruzo la plaza y me percato de que pasa el tiempo y se mantiene viva la ignominia de haber suplantado su legítimo nombre por el de un aventurero argentino, a quien los colombianos no tenemos nada que agradecer, me lleno de ira y quisiera gritar a voz en cuello: “¡Justicia!, ¡justicia!”. Me acuerdo entonces de que la estatua se halla exiliada en el cuarto de San Alejo del viejo claustro de San Agustín, lejos del campus, a la espera de que se le retorne al sitio que alguna vez, en un acto de cordura y gratitud histórica, el Consejo Superior Universitario le asignara.

Para poder llegar a la paz que comienza a disfrutar el país, Gobierno y guerrilla suscribieron un pacto basado en los principios de verdad, justicia, reparación y no repetición. Pues bien, considero que uno de los mejores regalos que se le pueden dar a la Nacional, con ocasión de su siglo y medio de existencia, es darles validez a esos principios: que la paz interior se mantenga y en honor a la verdad se haga justicia reparando la memoria del fundador de la educación pública en Colombia.

Al oído del Congreso

Un código de ética médica es un tratado de deberes y no –como creen algunos– un tratado de derechos.

Con el mayor comedimiento dirijo estas líneas a los honorables miembros del Congreso de la República, con el fin de abogar una vez más por un importante asunto que estará nuevamente a su consideración en la legislatura que se inicia.

Me refiero al proyecto de ley reformatorio del Código de Ética Médica (Ley 23 de 1981), discutido durante las legislaturas 2015-2016-2017, aprobado en los cuatro debates de rigor y que, por no habérsele dado la importancia debida, fue siempre relegado al elaborar el orden del día de las sesiones, de manera tal que el tiempo no alcanzó para cumplir la etapa de conciliación, previa a su aprobación final.

Por disposición reglamentaria, deberá ahora iniciar de nuevo el tránsito parlamentario, con el valor agregado de que ya fue considerado y aprobado por las dos cámaras, lo cual –creo yo– hará más ágiles los debates requeridos.

No sobra rememorar que dicho proyecto de ley fue concebido por iniciativa de una junta médica creada en virtud del derecho y deber de autorregulación profesional, frente a la necesidad de remozar las normas éticas existentes, teniendo en cuenta que, en el transcurso de las tres largas décadas de su vigencia, muchos han sido los cambios ocurridos en el ámbito médico y cuyas implicaciones éticas no contemplaban aquellas. Esa junta médica estuvo compuesta por los presidentes o los representantes de la Academia Nacional de Medicina, del Colegio Médico Colombiano, de la Asociación de Sociedades Científicas, de la Asociación Colombiana de Facultades de Medicina, del Tribunal Nacional de Ética Médica y de la Federación Médica Colombiana.

El ejercicio de la medicina es una actividad de inmensa responsabilidad social, como que el médico es un agente indispensable para el bienestar y la tranquilidad de la sociedad toda.

Como era lógico, el texto del proyecto puesto a consideración del Congreso tuvo la aprobación consensuada de esas seis instituciones, pudiendo afirmarse, por eso, que tenía –y tiene– el aval del cuerpo médico nacional. Posteriormente, al cambiarse la junta directiva de la Federación Médica, esta declaró su desacuerdo con el proyecto, disidencia que en nada afecta el respaldo mayoritario que aún conserva.

El ejercicio de la medicina es una actividad de inmensa responsabilidad social, como que el médico es un agente indispensable para el bienestar y la tranquilidad de la sociedad toda. Por eso, su actuar debe estar sujeto a normas intachables de conducta, que hagan las veces de brújula para evitar el extravío y obtener la confianza de aquella.

En otras palabras, un código de ética médica es un tratado de deberes y no –como creen algunos– un tratado de derechos. Si ese código, elaborado por los mismos médicos, tuviera la intención de favorecer los intereses de estos –que son válidos en otro contexto– antes que los intereses de los pacientes, sería un instrumento viciado, perverso, de muy mal recibo por la sociedad.

Precisamente, la ética médica en el mundo occidental se originó en Atenas hace veinticinco siglos porque la sociedad retiró a los médicos su confianza. Fue menester que los discípulos de Hipócrates elaboraran un documento contentivo de los deberes de los cultores de la medicina y juraran cumplirlos poniendo a sus dioses como testigos. Así nació el famoso Juramento hipocrático, de tanto arraigo para los médicos de todas las épocas y lugares.

En los tiempos que corren, cuando la medicina y las sociedades son muy distintas a las de aquellas calendas, se ha visto necesario ajustar los principios éticos hipocráticos a las nuevas costumbres, pero manteniendo vivo su espíritu primigenio, vale decir, que el médico obre en función del otro, a manera de apostolado, anteponiendo los intereses de la sociedad doliente a los intereses del gremio. Y entre nosotros, el renovado Código de Ética Médica es el instrumento indispensable para que esa misión se cumpla a cabalidad.

La justicia distributiva

Se legisló sobre un asunto que tiene repercusiones gravosas en el presupuesto de la salud.

En estos días ha estado comentándose un tema de suyo muy sensible, como que mantiene en ascuas al Gobierno, a legisladores y a protagonistas del sector salud. Me refiero a dos proyectos de ley aprobados por el Congreso, cuestionados ambos por los ministerios de Salud y Hacienda.

Meto baza en el asunto por corresponder al campo de mi especialidad médica y tocar, además, con la bioética, disciplina con la cual me siento comprometido. El primero es la ley que obliga al “tamizaje neonatal”. Se trata del empleo ciego y generalizado de exámenes de laboratorio de alta tecnología con el propósito de poner al descubierto enfermedades exóticas de causa

genética, incurables, denominadas ‘huérfanas’ por considerarse abandonadas, no solo por su rareza, sino también por los elevados costos que apareja su tratamiento. Se pretende que sea practicado “de manera gratuita y obligatoria a todo recién nacido vivo en Colombia”. Según el Ministerio de Salud, de aprobarse la nueva ley, el costo aproximado sería de 300.000 millones de pesos anuales.

De entrar en vigor las leyes de marras, es seguro que su incumplimiento dará lugar a tutelas que tendrán el respaldo de la Corte Constitucional.

El segundo tiene que ver con la prevención y el tratamiento de la infertilidad, es decir, de la incapacidad para procrear. En su artículo tercero, el proyecto de ley conmina al Gobierno para que, por conducto del Ministerio de Salud, “adelante la política pública de infertilidad con miras a garantizar el pleno ejercicio de las garantías sexuales y reproductivas y su protección a través del sistema de seguridad social en salud”. De esta manera se legisló sobre un asunto que tiene inocultables repercusiones gravosas en el presupuesto de la salud. Es cierto que la tecnología ha hecho aportes admirables a la reproducción humana, pero en bioética existe un principio –que es un acuerdo entre acción y razón– aplicable a situaciones conflictivas: “No todo lo que se puede hacer se debe hacer”.

La Ley Estatutaria de la Salud establece que es deber del Estado financiar de manera sostenible el sistema. Al decir de la Corte Constitucional, la protección del derecho a la salud no puede ser sacrificada so pretexto de la sostenibilidad financiera. Sin embargo, racionar el gasto en salud está justificado si es racional, si está encaminado a beneficiar a las mayorías necesitadas, no obstante vaya en desmedro de unos pocos, pues hay decisiones sujetas a prioridades. Es difícil aceptar la protección prioritaria si yo, o alguien de mi afecto, está entre los relegados; pero si se tiene en cuenta el principio ético de justicia distributiva, se le encuentra sentido al racionamiento del gasto, más aún en un país como el nuestro, que no es opulento. Así y todo, creo que, de entrar en vigor las leyes de marras, es seguro que su incumplimiento dará lugar a tutelas que tendrán el respaldo de la Corte Constitucional.

Dado que la ley sobre infertilidad no establece que la pareja sea homo o heterosexual, es muy posible que lleguemos a conocer casos de parejas homosexuales que, invocando sus derechos sexuales y reproductivos, acudan a la tutela para obtener los respectivos beneficios del sistema de salud. No se piense que la posibilidad que planteo sea un exabrupto. Este periódico, en una crónica de página entera, registró hace poco el caso de una pareja gay masculina, pudiente económicamente, que logró su anhelo de tener un hijo, a costos astronómicos. En efecto, dicha pareja acudió a la tecnología, comprada en el exterior por existir en Colombia algunas restricciones legales: en EE. UU. obtuvieron los óvulos con las características deseadas; con los espermatozoides de uno de los componentes de la pareja se fertilizaron aquellos, y luego se implantó el embrión en el útero alquilado de una madre sustituta mexicana, con el resultado de una niña nacida por cesárea. Me pregunto: ¿sería justo que nuestro estrecho presupuesto para salud fuera gravado con casos como este?

Deberes del médico

Este decálogo encierra principios intemporales, heredados de los padres de la medicina.

A instancias de los ministerios de Salud y Educación, se creó una comisión de expertos encargada de proponer cambios en los programas de formación médica, con el propósito de que se modele el profesional que, en asuntos de salud, requiere el país. Coincide tan acertada iniciativa con otro hecho asimismo trascendente, como es el hallarse a consideración del Congreso de la República un nuevo Código de Ética Médica que remplazará a la Ley 23 de 1981, propuesto por los mismos médicos. Ese documento será una especie de carta de navegación actualizada que le permitirá al médico ejercer su profesión dentro del marco del actuar correcto, es decir, cumpliendo sus deberes. Por eso es de esperar la aprobación parlamentaria.

Por lo anterior, encuentro propicio el momento para recordar que el buen médico –el médico requerido– no es aquel que sabe mucho de medicina, sino aquel que sabe cumplir con sus deberes, entendiendo que el que conjugue ambas virtudes es el médico ideal, pues honra de verdad a la profesión. Por eso traigo a colación los deberes que, a mi juicio, son fundamentales y con cuyo cumplimiento tiene que comprometerse quien reciba la investidura académica de médico, advirtiendo que quien carezca de vocación no podrá captar el verdadero sentido de ellos. Esos deberes son:

  1. El médico debe entender su profesión como una misión humanitaria a favor del otro, de aquel que busca ayuda para su salud, misión que apareja sacrificios. Sin duda, se trata de un apostolado.
  2. El médico debe verse en el otro, como si fuera él quien buscara ayuda, pues el humanitarismo es inherente a su profesión. En suma, es darle vigencia a un mandato ético que tiene carácter de principio universal: “Trata al otro como quisieras que fueras tratado”.
  3. El médico debe considerar de igual categoría a todos sus pacientes, respetando su autonomía. Ni el elitismo ni el autoritarismo tienen cabida en medicina.
  4. El deber más elemental del médico es no hacer daño a su paciente. Al contrario, su compromiso principal es hacerle el bien.
  5. El deber del médico es evitar la enfermedad, o curarla. Dado que no siempre puede hacerlo, debe entonces ser solidario y trocarse en agente consolador.
  6. Falta a su deber el médico que ejerce su profesión con codicia, con afán de lucro.
  7. El médico debe abstenerse de actuar si no se considera capacitado para hacerlo. En medicina, muchas veces no hacer nada es hacer mucho. La audacia médica no es buena consejera.
  8. Es deber del médico mantenerse al día en cuestiones propias de su actividad profesional. Un médico desactualizado no es prenda de garantía para la sociedad a la que sirve.
  9. El médico, sobre todo el cirujano, debe saber retirarse a tiempo. El ejercicio responsable de la medicina obliga a disponer de todos los sentidos y de un recto juicio para no exponerse al extravío.
  10. El médico debe tener conciencia de que su condición de tal apareja compromisos con las causas sociales, como que los problemas de los más necesitados caen en su jurisdicción.

Los anteriores preceptos, que bien pueden interpretarse como el Decálogo para el ejercicio de la profesión médica, encierran principios intemporales, pues fueron heredados de los padres de la medicina y son los que han permitido que sus cultores siempre hayan sido considerados por la sociedad benefactores de la humanidad. Precisamente, el nuevo Código de Ética Médica, en manos hoy del Congreso, será el guardián de esos principios.

 

Corrupción y salud

Es una falacia decir que “un modelo de salud como la Ley Estatutaria 1751 del 2015 es insostenible”.

Con el título ‘Hacia una mayor transparencia en el sector salud’, la Universidad Central y la Asociación Colombiana de Empresas de Medicina Integral (Acemi) llevaron a cabo un interesante foro a finales de marzo pasado. La presencia e intervenciones del ministro de Salud, del Procurador y del Contralor General de la Nación enriquecieron el análisis de un asunto que preocupa a la sociedad y sobre el cual no se ha profundizado debidamente.

Al decir del Procurador, “la corrupción goza de buena salud en el país” y, en tratándose del sector sanitario –digo yo–, esa salud es desbordante. Según el Barómetro Global de Corrupción, de Transparencia Internacional –que es una

organización de la sociedad civil global que lidera la lucha contra la corrupción–, en Colombia tal lastre en este sector es del 63 %, muy por encima de lo que pasa en países como Argentina (26 %), Bolivia (36 %), México (42 %), Perú (49 %), Chile y Venezuela (51 %). La explicación de tan vergonzosa primacía radica en el productivo maridaje entre el modelo de atención en salud que trajo la Ley 100 de 1993 y la idiosincrasia de algunos colombianos.

Dado que el funcionamiento del sistema de salud ha sido responsabilidad compartida entre los sectores público y privado, la podredumbre observable al destapar la olla es achacable a los dos sectores, bien por comisión, bien por omisión de sus distintos agentes.

Durante el foro señalé las múltiples modalidades de fraude infligido al sistema de salud: el desgreño administrativo; los carteles o asociaciones para delinquir (el de la hemofilia, el del síndrome de Down, el del autismo, el de los trastornos mentales, el de las embarazadas, el de las ambulancias, el del SOAT); las IPS inexistentes, es decir, de papel; los recobros de EPS por servicios no prestados y por medicamentos no entregados; el despilfarro en inversiones ajenas a la salud por parte de EPS y autoridades regionales; recargos a los precios de los insumos, especialmente medicamentos; tutelas incentivadas por la industria farmacéutica, por médicos y abogados cómplices para obtener medicamentos y otros beneficios costosos; hospitalizaciones innecesarias como estrategia para hacer rentables las camas y los equipos diagnósticos y terapéuticos; despilfarro consciente de la salud por parte de los derechohabientes (adicción al tabaco, el alcohol o a las drogas psicoactivas); pactos o acuerdos secretos entre las grandes empresas aseguradoras para constreñir el mercado e imponer tarifas proclives; en fin, adscripciones fraudulentas al Sisbén. La periodista Valentina Obando registró en EL TIEMPO del pasado 9 de abril que solo por este concepto el sistema se vio afectado en cerca de cinco billones de pesos anuales.

Basándome en las anteriores evidencias, puedo afirmar que es una falacia sostener que “un modelo de salud como el que contempla la Ley Estatutaria 1751 del 2015 es insostenible”. Es fácil intuir que de llegarse a eliminar la corrupción, los recursos que puedan recaudarse a través de las fuentes ya establecidas serían suficientes para cumplir las exigencias que contempla la Ley Estatutaria, sin necesidad de acudir a medidas fiscales heroicas, como recomiendan algunos economistas. Ignoro de qué magnitud es el desfalco que ha padecido el sistema, pero si tenemos en cuenta las muchas arterias rotas por donde se han venido expoliando los recursos, es lógico suponer que la sangría ha sido incalculable.

Como corolario de este vergonzoso balance, de no haber ocurrido tan voraz corrupción en el sector salud, no hubiera sido necesario organizar el foro de marras, la Ley Estatutaria no estaría cuestionada y Colombia contaría hoy con el mejor sistema de salud del mundo.

 

Jaime Arias Ramírez

Pagar la deuda social histórica

La elección del presidente Petro sirvió para poner a pensar a los colombianos en si realmente existe una deuda social, cuál es su dimensión, quiénes son los deudores y cómo puede pagarse. El actual mandatario ha venido afirmando desde los balcones y desde su twitter que antes de su llegada a la dirección de estado Colombia fue un desastre en materia de justicia social, inequidad e inclusión, porque unas minorías criollas habían impuesto un régimen de exclusiones, discriminación y favoritismos durante doscientos años y que con él la deuda histórica se pagaría. Vamos por partes.

Pobreza ha existido durante siglos en casi todos los países, incluyendo por supuesto al nuestro; las estadísticas muestran que hasta bien entrado el siglo XX la mayoría de las naciones eran pobres, tanto en ingresos monetarios como en pobreza multi-dimensional, que en el siglo anterior un buen número de países, -casi todos considerados liberales y capitalistas- lograron superar. El censo colombiano de 1905 mostró un grado extremo de pobreza en nuestra patria: la mayoría de la población andaba descalza y su ingreso era mínimo.

El Gini nacional 2023 de 0.4609 y el de concentración de tierra de 0.900, uno de los peores en la región e indica un alto grado de inequidad. Sin embargo, recientemente apareció un informe del DANE mostrando una disminución significativa de la pobreza multidimensional situada en 12.9%, gracias a políticas sociales de las últimas décadas en salud, niñez y juventud, trabajo, acceso a servicios públicos y vivienda educación, más que por virtud de los subsidios. Esto ocurrió antes de la llegada del presidente Petro al mando del Estado. Mucho se ha hecho para reducir la pobreza, pero no lo suficiente, todavía queda un camino, que no es el que propone el gobierno con sus proyectos como la reforma a la salud y la laboral, sino con medidas de fondo y de largo plazo en educación de calidad, aumento del empleo formal, protección a los más débiles y recuperación de territorios dominados por las bandas delincuenciales.

La deuda social con los pobres la tenemos que pagar todos y el país tiene como hacerlo, el problema no es de dinero sino de políticas públicas serias de largo alcance. Afirmar que los culpables son unos “blanquitos ricos” es ignorar de dónde viene el país después de la independencia y negar los esfuerzos que se han adelantado por años, posiblemente insuficientes. Es hora de que todos nos unamos a pensar cómo pagar la deuda social, con qué capacidades y recursos contamos y cuáles deben ser lo métodos, es decir el cómo. Debemos partir de algunos grupos poblacionales de altísimo riesgo, como los niños en la primera infancia (o a 15 años), los jóvenes, los adultos mayores, las mujeres cabeza de familia, algunos grupos indígenas marginados y otros colectivos.

Si pensamos en el largo plazo, el motor del cambio y de modernización social debe ser la educación, no tanto en su dimensión cuantitativa sino de calidad, ahí está una gran falencia, como lo muestran los resultados de las pruebas PISA en las que ocupamos el penúltimo lugar entre países OCDE con 391 puntos en matemáticas frente al promedio OCDE de 498 y 413 puntos en ciencias frente a 498. En el caso de los primeros años, es urgente garantizar el consumo básico de alimentos nutritivos pues según la última Encuesta de Situación Nutricional, más de medio millón de niños sufren desnutrición crónica y cerca de 15.000 aguda, como es el caso de muchos menores en La Guajira.

También resulta urgente atacar la pobreza extrema que es 160 veces más grande en las zonas rurales que en las urbanas y la pobreza multidimensional, 30% más alta en el Caribe y el Pacífico que en Bogotá, donde solo es del 4%. Los subsidios a los pobres se justifican en estos casos extremos, en los demás es un arma de doble filo que debería modificarse por pago por servicios comunitarios u otro tipo de ocupación, de lo contrario la población beneficiada se acostumbra a recibir esa especie de limosna y a vivir de ella; es el momento de pensar en una renta mínima para los grupos en mayor riesgo. En la misma dirección, deberíamos pensar en impulsar el empleo juvenil para varios millones de jóvenes desempleados en alto riesgo social, fuera del marco del empleo formal.

Pagar la deuda social no solo es una obligación de todos sino la oportunidad de construir una nación menos inequitativa y más productiva y de esa forma comenzar a romper el círculo vicioso de la pobreza y sus trampas.

El empresariado y el país

Se necesitaba un enfrentamiento desde el Gobierno al empresariado para que comenzáramos a valorar lo que este estamento social significa para el país. Todo arranca con la reforma tributaria, pero continúa con otra serie de medidas anunciadas por el jefe del Ejecutivo: reformas laboral, pensional, agropecuaria, de la salud, de servicios públicos y otras que se vienen, a lo que debemos agregar los frecuentes pronunciamientos del presidente en sus discursos, comentarios y trinos contra las oligarquías, los empresarios, los banqueros, el neoliberalismo y más.

Respetamos las diferencias ideológicas, políticas y de teoría económica, y entendemos que el voto popular se inclinó a favor del actual mandatario y de sus promesas de gobierno, dándole un mandato que él está autónomamente interpretando. Sus posiciones son bien conocidas de tiempo atrás, de manera que no deberían sorprender anuncios, discursos y declaraciones; lo que preocupa es que las expresiones repetidas contra un sector determinado de la sociedad puedan producir un ambiente de hostilidad y crear, si no un pánico económico, por lo menos un desánimo con efectos negativos en los indicadores económicos. Como se dice, “el palo no está para cucharas” y los factores externos e internos obligan a la reflexión, a un lenguaje moderado y a un permanente diálogo.

En Colombia siempre ha existido mutuo respeto y conductos de comunicación aceptables entre Gobierno, sector político y empresariado, y estos no deberían debilitarse, pues unos y otros estamentos navegan en la misma embarcación y se necesitan mutuamente. Que algunos individuos o grupos empresariales hayan construido capitales de trabajo y organizaciones importantes no es un pecado, si esa construcción se ha llevado a cabo respetando la ley y de manera honesta. Otra cosa es que el sistema político haya favorecido o protegido los intereses de algunos actores en desmedro de la equidad, y que ese favoritismo nos haya privado de un desarrollo armónico como sociedad.

El capitalismo nos llegó tarde, pues durante años lo que tuvimos fue un mercantilismo que favoreció a unos pocos; a partir del siglo anterior se fueron creando pequeñas industrias fabriles, un incipiente sector bancario y un segmento de servicios, y —como resultado de la iniciativa particular y de unas políticas económicas ortodoxas y cierto proteccionismo— poco a poco hemos visto crecer una comunidad empresarial importante, aun cuando todavía débil, ya que casi el 90 % de las empresas son de tamaño pequeño, de baja productividad y no enlazadas con las cadenas globales de producción. Hoy contamos con una masa crítica de empresarios en la industria fabril 2G, o 3G, en el campo agropecuario, en los servicios, en la banca y en el mismo ámbito de lo social y lentamente se está incorporando tecnología, aun cuando aún estamos lejos de tener una economía 4G.

Lo que llamamos empresariado —o comunidad de negocios, como lo denominan los anglosajones— es un activo valioso que el país debe cuidar, pues contribuye en alto porcentaje a la creación de riqueza y soporta indirectamente las políticas sociales y de redistribución de ingresos. La participación económica del Gobierno ha crecido en las últimas tres décadas, principalmente en gasto, mas no en la inversión productiva, aunque cuenta con unas pocas empresas productivas, entre las cuales se destaca Ecopetrol. La producción de bienes y servicios para consumo interno y exportación, la generación de empleo y el aporte tributario descansan en los privados, y sería equivocado romper esa pequeña alcancía.

El empresariado, como su nombre indica, es el sector que emprende, innova, arriesga y aguanta los embates del mal tiempo económico, las altas tasas de interés, la devaluación, los frecuentes cambios de la política tributaria, el papeleo oficial y los riesgos inherentes a la actividad privada; destruirlo o desestimularlo tendrá funestas consecuencias para toda la sociedad y nos puede devolver a la ruta de la pobreza. En las sociedades socialistas de bienestar se respeta y cuida la inversión de los empresarios, dentro de reglas que impone el Estado y con políticas serias de distribución de ingresos. En los regímenes de izquierda populista, el empresariado es visto como un enemigo que debe eliminarse o debilitarse, como vemos en el ejemplo de nuestro vecindario, olvidando que es el principal creador y distribuidor de riqueza, es decir, “se está pateando la lonchera”. Ojalá no terminemos espantando a quienes se atreven a entrar y mantenerse en el difícil mundo de los negocios limpios, sería un error fatal, como lo es hacerse el de la vista gorda ante los negocios ilegales, especialmente el narcocultivo y otros negocios conexos.

El trabajo y el país: reflexiones ante varios puntos de inflexión

Deberíamos aprovechar la celebración del Día del Trabajo para reflexionar sobre el significado de trabajar y de tener empleo digno y remunerado. Esta celebración coincide con la propuesta de una reforma laboral que beneficia principalmente a quienes ya tienen empleos formales y a los sindicatos, pero deja a un lado a los desempleados que quieren trabajar y no encuentran la posibilidad de hacerlo y a quienes laboran informalmente. En pocas palabras, la reforma laboral beneficiaría a una parte de los nueve millones de personas que gozan de un empleo —bueno o malo—, pero no ayuda a los cerca de quince millones de colombianos desempleados o que trabajan en la informalidad.

Desde el Homo habilis —aquel que construía utensilios elementales para sobrevivir hace varios miles de años—, hemos evolucionado al Homo laborans; posteriormente, al trabajador industrial y agrícola de los últimos dos siglos; ahora, a una combinación de formas de trabajo y, en un futuro no muy lejano, a unos pocos ocupados en tareas no estandarizables y muchos robots y sistemas virtuales conectados a cosas, haciendo tareas que antes hacían los seres humanos. Durante esta larga evolución de miles de años, los humanos hemos podido adaptarnos, sobrevivir y progresar gracias a trabajo y al esfuerzo individual y colectivo. Ante los desarrollos impresionantes y disruptivos de la tecnología que nos comienzan a preocupar, ¿podríamos anticipar el fin del Homo laborans y, en consecuencia, el de la celebración del Día del Trabajo para humanos.

El trabajo es un bien público importante que amerita permanente reflexión y análisis por estar relacionado con el sustento individual y de las familias, la riqueza de las naciones, la economía y la política; además, se trata de un asunto que debe abordarse desde muchos ángulos y que mantiene divididas las opiniones entre quienes defienden posiciones progresistas, con una visión de bienestar y de derechos humanos, y aquellos que se sitúan en favor de las conveniencias económicas, tanto de las empresas como de los países. Ambas corrientes tienen argumentos respetables e interesantes, y es el momento para escuchar a las partes, así resulte difícil llegar a consensos.

El primero de mayo llegan a nuestra mente muchas preguntas sobre lo que significan el trabajo y las ocupaciones en el ámbito global y nacional actual y en la perspectiva del tiempo. Importantes preocupaciones de gobiernos, políticos, sindicalistas, economistas y empleadores en Colombia son la alta tasa de desempleo, de casi el 13,5 % (una de las más altas de la región y del mundo); la proporción de empleos informales, cercana al 60 %; el desempleo de los jóvenes; la ocupación infantil; la disminución de la población menor de 15 años y el aumento de los mayores, con impacto sobre el bono demográfico; el papel protagónico del sindicalismo dentro del actual gobierno; la baja productividad de nuestros trabajadores; la mínima capacidad digital de la mayoría de nuestros empleados; el futuro de empleos mediados por aplicaciones tipo Rappi y Uber, y la posibilidad del reemplazo de gran cantidad de empleos en oficios sencillos por aplicaciones de inteligencia artificial y robots.

La propuesta de reforma laboral de la ministra Ramírez ha despertado el interés sobre los asuntos laborales, la expectativa de muchos trabajadores y la preocupación de empleadores por los efectos que puedan tener las nuevas exigencias en materia laboral en los costos de las empresas. Este debe ser un punto central del debate público: ¿es posible armonizar el justo mejoramiento de las condiciones laborales de trabajadores formales con el impacto que este mejoramiento pueda causar a la economía y el estímulo a la creación de nuevas plazas? ¿Por qué preocupa más al gobierno Petro el empleo formal que el trabajo informal de más de diez millones de ciudadanos, la mayoría de ellos jóvenes? ¿Existen alternativas dentro de la ley laboral que faciliten la incorporación de los trabajadores informales a la vida laboral formal?

Además, existe correspondencia entre las reformas laboral y pensional, debido a que las fallas y limitaciones del sistema pensional se generan en buena medida por la proporción baja de los empleos formales —que son los que obligan a la vinculación de los trabajadores a los sistemas de pensiones para ir generando un ahorro individual o colectivo—. Si el país pretende expandir la cobertura de sus sistemas pensionales, es necesario ampliar la base de trabajadores formalizados que aportan al ahorro individual o colectivo. Pero, ¿cuáles serían los incentivos que tendrían los empleadores para ampliar sus nóminas con trabajadores que les resultan por lo menos un 50 % más costosos?

Es entendible que los sindicatos apoyen y promuevan la reforma laboral Petro-Ramírez, porque estos hacen parte del Pacto Histórico que eligió al actual gobernante y tienen como representante nada menos que a la ministra del ramo, al presidente de Colpensiones y a otros. Pero, ¿acaso no nos dice el presidente en sus arengas frecuentes que su mandato es para mejorar las condiciones de los pobres y desempleados, particularmente de los jóvenes, quienes también votaron masivamente por él? La pregunta que hoy se hacen muchos compatriotas es: ante las enormes dificultades del momento económico y social, ¿qué camino preferirá el presidente Petro? ¿El de los actuales empleados formales o el de aquellos que no tienen empleo o trabajan desde la informalidad?

Lo bueno, lo malo y lo incierto sobre el acuerdo de salud

La alquimia política que se está cocinando en la Casa de Nariño entre políticos curtidos, como son el presidente Petro y los jefes de los partidos de la coalición de gobierno, es una típica solución intermedia en la que aparentemente todos ganan y nadie pierde. En el papel es una fórmula salvadora, por lo menos en el corto plazo; en la realidad puede significar el final de treinta años de construcción del actual sistema de aseguramiento en salud.

Lo bueno. Los afiliados van a tener un tiempo de tranquilidad, pues permanecen vinculados a una gestora, ahora con nueva denominación: entidades gestoras de salud y vida (EGSV) y, de esa manera, tendrán acceso a la actual red integral de cada entidad, además se mantiene la libre elección; se impulsará la atención primaria en zonas distantes, llenando un vacío de la Ley 100, y se mantendrán los servicios primarios actuales en ciudades y municipios mayores.

A los agentes se les dará tiempo para acomodarse o salir sin tropiezos al eliminarse los requisitos de habilitación financiera y técnica, es decir, la suficiencia patrimonial y financiera de las EPS (reservas técnicas y capital de trabajo), pues esas previsiones pasan a la Adres, que contará con un fondo de reserva nacional cuando la siniestralidad pase del 100 %, es decir, cuando la plata disponible no alcance.

Los prestadores recibirán los giros directos de la tesorería pública sin que intervengan los aseguradores, que actualmente negocian contratos, controlan gastos, adelantan auditorías y definen sus redes, es decir, se quitan de encima un intermediario molesto pero necesario. También es bueno que el modelo continúe siendo mixto y no se estatice, como proponía el Gobierno para ser manejado por la burocracia regional y local.

Lo malo. Continuará la incertidumbre y, si no se adiciona el presupuesto anual de uno o dos puntos del PIB, no será posible cumplir el sueño de garantizar el derecho casi infinito a la salud, pues con los presupuestos actuales no es posible mantener las actuales y futuras prestaciones. Se eliminarán los controles al gasto y ya no existirán los actuales a cargo de las aseguradoras. No se deberán liquidar EPS al no cumplir con el patrimonio técnico, el margen de solvencia y las reservas, pues el Estado las absorbe y, en caso de liquidación de gestoras, trasladará los afiliados a la Nueva EPS, entidad que fungirá como el nuevo seguro social. Se acaban los incentivos que hoy tienen las aseguradoras para gestionar las cohortes de más de siete millones de personas con enfermedades crónicas y catastróficas, pues en el nuevo esquema lo importante es administrar servicios que se giran directamente a las IPS (clínicas y hospitales).

Lo incierto. El futuro no es predecible en el mediano y largo plazo. El sistema podrá continuar con fallas de calidad y oportunidad, podrá aumentar la corrupción al disminuir los controles sobre el gasto; algunas (o muchas) EGSV se quebrarán y deberán ser liquidadas a costa de la Adres; el avance en la gestión de las enfermedades ruinosas o de alto costo se podrá detener y el Estado asumirá nuevas responsabilidades; además, se prohíbe la integración vertical, que es mínima, pero sirve actualmente para racionalizar costos y mejorar la capacidad de respuesta.

Faltan muchos episodios en los meses que siguen: el efecto de la acumulación de cerca de seis proyectos presentados por diferentes partidos y los cambios que se produzcan en Cámara y Senado. Esperemos nuevos capítulos de esta agitada novela.

Aristocracia pública: ¿quo vadis?

Me temo que algunos lectores van a pensar que estoy aludiendo a la plutocracia o a la oligarquía y no a los mejores, los más sabios y experimentados y a los filósofos. Desde Platón, la aristocracia es el gobierno de los mejores, los más probos y capaces, los más talentosos y disciplinados y los que ostentan un elevado tono moral; y no los más acaudalados, ni las familias más tradicionales y “nobles”, ni los más poderosos. Max Weber, respetado sociólogo alemán de principios del siglo XX, consideró a la burocracia como clase social dominante del Estado que garantizaba una organización técnica basada en la meritocracia y en la profesionalización. A esto me refiero cuando hablo de la “aristocracia del sector público”.

Gobernar es difícil, siempre lo ha sido; pero cada vez lo es más, debido a la competencia globalizada, a la mayor exposición de la comunidad a la información, a las crecientes demandas de la población, a la exigencia de protección de los derechos fundamentales, a la crisis de la política y de la democracia, a las exigentes funciones de regulación y control sobre el aparato jurídico, social y económico y a la misma complejidad interna de los procesos de la administración pública. Si la gerencia de las organizaciones privadas es cada vez más demandante, el manejo de los negocios estatales no se queda atrás, e implica grandes conocimientos de la administración y a la vez capacidad de comprensión de la escena política. Francia es uno de los mejores ejemplos de la preparación del Estado y de las clases dirigentes públicas ante los enormes desafíos, y para ello cuenta con el Instituto de Estudios Políticos de París - Sciences Po París. Lo mismo ocurre en la mayoría de países desarrollados.

Nuestro país no siempre ha sido bien gobernado, aunque tradicionalmente ha existido una especie de élite preparada para atender los asuntos públicos. Durante décadas la tarea de formación de la dirigencia pública estuvo encomendada a las universidades, y luego se extendió a centros educativos de otros países; los partidos tradicionales jugaron un papel de selección de la burocracia estatal y de la llamada “crema dirigente” de los diferentes gobiernos. Lamentablemente, se ha venido perdiendo esa tradición, y buena parte de los ciudadanos jóvenes mejor preparados prefieren dedicarse a las empresas privadas. En otras palabras, la antigua tecnocracia se está mudando al mundo de los negocios y está dejando espacios en la administración estatal que son ocupados por personal no idóneo, motivado más por el ascenso político o la ambición personal que por el servicio público.

La aristocracia, como gobierno de los mejores, ha venido mudando hacia gobiernos oligarcas o exclusivistas, dominados por una clase privilegiada o nobiliaria, o del lado opuesto hacia formas de gobierno demagógico y populista; en ninguno de estos extremos se logra la verdadera participación ciudadana, la transparencia y la contraloría social que plantea Norberto Bobbio. Es tan nociva una aristocracia hereditaria institucionalizada como la ausencia de las mejores mentes en el manejo de los asuntos estatales.

La preparación de una verdadera élite intelectual y política que colabore en las tareas de la gerencia pública comienza por la formación en el hogar que imprime un sello moral al individuo, y continua con la educación a lo largo de la vida. El tono moral es clave y se puede inculcar en todo tipo de hogares, desde los más humildes hasta los privilegiados; en cambio, la mejor educación suele estar asociada a la capacidad de sufragar los mejores planteles, lo cual crea ventajas para las clases más pudientes; por lo tanto, para una verdadera democracia es necesaria la igualdad de oportunidades educativas.

Regresando a Colombia, en el pasado el país adelantó esfuerzos encaminados a la formación de una élite administrativa pública, formando a la juventud interesada por el manejo de los asuntos públicos en escuelas nacionales como la Escuela Superior de Administración Pública (ESAP), en universidades de alta calidad, o en centros educativos en el exterior, esa fue la base de la creación de una masa crítica de servidores públicos pluriclasista. Hoy pareciera que el rasero se ha bajado y que a los cargos de responsabilidad no son llamados los más capaces o preparados, sino personas advenedizas, afines ideológicamente y agitadores profesionales sin conocimientos ni experiencia en los difíciles roles y responsabilidades del manejo estatal.

Si aspiramos a construir una verdadera democracia competitiva dentro del concepto de un país equitativo, justo y en continuo crecimiento y desarrollo, debemos llevar a la gerencia de los asuntos públicos a los mejores ciudadanos, no por inclinaciones partidistas, compadrazgo ideológico o amiguismo, sino por méritos, experiencia, conocimientos, disciplina y, sobre todo, por el sello ético de cada servidor. Entonces nos preguntamos, ¿qué se hizo la tecnocracia, o mejor, la aristocracia del sector público?

La universidad del futuro

Las primeras universidades de Occidente (Bolonia y París) fueron establecidas hace cerca de mil años, en reemplazo de las escuelas de artesanos del medioevo y el Renacimiento, cuyo aprendizaje era individual y práctico; mientras que en aquellas se transmitían experiencias y conocimientos acumulados a través del discurso a grupos de estudiantes. En el transcurso del milenio, los progresos en la pedagogía y en la estructura de esas instituciones han sido lentos: el modelo tradicional del profesor que “transmite” su conocimiento y experiencia al estudiante —como receptor pasivo— casi no ha evolucionado, y muchas universidades continúan utilizando la charla en la clase magistral con apoyo de la tiza y el tablero. Además, las instituciones de educación superior —IES— suelen ser conservadoras y hasta ahora han funcionado con reglas y gobierno tradicionales, manteniendo el mismo modelo de negocio de años e incluso siglos atrás.

La educación, entendida como la transmisión de saber entre generaciones, ha acompañado siempre a la especie humana y la seguirá acompañando, desde las cavernas hasta ahora, es parte de la esencia humana y permite la sobrevivencia, la seguridad, el progreso y la satisfacción espiritual, por lo cual no desaparecerá, sino que se transformará.

El modelo tradicional de universidad está fuertemente amenazado y, posiblemente, la institución universitaria como la conocemos no sobrevivirá por mucho tiempo: se salvarán las que se sepan adaptarse a las nuevas exigencias, innovar y aventurarse a ser disruptivas, como lo formula el profesor Christensen (2011). Los principales desafíos son: la aparición de medios tecnológicos y de comunicación innovadores, los nuevos enfoques pedagógicos y didácticos, la competencia global de universidades y plataformas, la reducción del tiempo de estudios, los cambios en la mentalidad de los jóvenes, la transición demográfica y los modelos de servicio; adicionalmente, en los países de ingresos medios y bajos, las restricciones económicas inciden en este cambio.

En la medida en que se vaya imponiendo la revolución 5G, que surjan modelos innovadores de servicio, que cambie la mentalidad de los jóvenes, que las entidades educativas se acerquen a las empresas y que se imponga la globalidad, se impondrán cambios adaptativos en el campo universitario. Lo más probable es que las cosas cambien en casi todos los aspectos de la actividad humana —en algunos de manera acelerada, imprevista y exponencial—. Como el cambio es vertiginoso y muchas veces sorpresivo y desconcertante, ni las personas ni las organizaciones logran enfrentar oportunamente las exigencias y las nuevas circunstancias: es lo que está aconteciendo con la educación básica, media y de tercer nivel. Sobrevivirán y triunfarán los que tengan mejor visión del futuro, reconozcan sus debilidades y aprovechen las oportunidades; los resilientes e innovadores, y los más audaces y valientes. Algunas universidades se anticiparon a los cambios tecnológicos y se mudaron a la educación virtual desde hace un par de décadas, y la mayoría adoptó durante la pandemia modalidades de actividad remota, lo que fue preparando a docentes y estudiantes para ir entendiendo las nuevas formas de trabajo académico.

La demografía es dinámica y las pirámides poblacionales están mutando hacia una proporción cada vez menor de jóvenes en edad universitaria, mientras que el grupo poblacional las personas mayores y pensionados —que demandan educación continua y posgrados— crece. Los jóvenes de las generaciones X, nacidos en los sesenta; Y o millennials, nacidos en los ochenta; Z o centennials, de principios del siglo XXI, y las que van apareciendo son flexibles, rebeldes y creativos; se orientan por carreras cortas, prácticas y de menor costo, que además conduzcan a empleos bien remunerados y que permitan combinar lo presencial con lo virtual; para ellos, la flexibilidad es importante, pues un sector trabaja y estudia, muchos viven en regiones distantes o el tiempo de transporte en urbes extensas consume horas de tiempo valioso. Así, cada vez son más apetecibles los programas de doble titulación y se usan las rutas formales e informales, con entradas y salidas en cualquier punto y momento, lo mismo que los programas propedéuticos donde, desde lo informal, lo técnico y lo tecnológico, se puede acceder a lo profesional. Las universidades deben competir en ese ambiente de apertura a nuevas modalidades.

Las prácticas tradicionales en la educación han sido cuestionadas por la pedagogía contemporánea a partir de inicios del siglo XX, con la obra de autores como Piaget, Skinner, Dewey, Vygostky, entre otros, que propenden a asignar un papel cada vez más activo a los estudiantes en sus procesos formativos. Además, este campo está evolucionando aceleradamente con el aporte de la psicología comportamental, las neurociencias y el aporte de las tecnologías de la Cuarta Revolución Industrial y los avances en comunicaciones. Estamos ante un conjunto de cambios paradigmáticos, que convierten al estudiante en actor central del aprendizaje y a los docentes en acompañantes y mentores.

Un ejemplo de la tecnología emergente es el Chat GPT, desarrollado por la firma OpenAI recientemente, que ha causado reacciones en las comunidades educativas, pues es un aviso de los desarrollos de la inteligencia artificial que se avecinan: se trata de un modelo diseñado para mantener conversaciones, construir relatos o escribir ensayos sobre casi cualquier asunto, entrenado con la lectura de más de 200.000 libros; o el próximo lanzamiento de Bard, aplicativo basado en el Language Model for Dialogue Applications (LAMDA) de Google. Estas ayudas podrían llegar a reemplazar a los docentes, si el trabajo docente se sigue concibiendo simplemente como transmisión de información. La IA generativa será capaz de generar nuevos datos, no solo patrones, y será multimedia con textos, audios y videos; los hologramas, que permiten “transportar” al profesor en imágenes, comienzan a usarse en la educación remota; aplicaciones avanzadas para evaluar los avances de los estudiantes en el desarrollo de competencias y el logro de resultados de aprendizaje esperado (RAE), reemplazarán la tradicional forma de calificar; los visores de realidad virtual y realidad aumentada ya se usan en la mayoría de escuelas y universidades de países de mayor desarrollo.

La competencia entre universidades, y de estas con las plataformas, se ha convertido en un verdadero “océano rojo” en los mercados mundiales, comenzando por la presencia de las universidades extranjeras, no solo de Estados Unidos sino de España y de países vecinos. Y luego las plataformas como Coursera, Crehana y la nacional Platzi, que ofrecen cursos rápidos on-line a precios módicos, los cuales permiten acceder a empleos con salarios competitivos. Lamentablemente, la competencia no es siempre por calidad sino también por precios, por rapidez y por otras ventajas no académicas.

Otro factor que está impactando a las universidades tiene relación con los costos de matrículas. En los últimos años vienen creciendo los costos universitarios, debido a inversiones crecientes en procura de más calidad, con las exigencias de incorporación de tecnologías, contratación de docentes con posgrados, servicios añadidos de bienestar estudiantil y de profesores, vinculación de la investigación a la docencia, ampliación de bibliotecas y bases especializadas de datos, construcción de espacios de trabajo, salas de cómputo, laboratorios, simuladores y aulas virtuales, movilidad internacional y virtualización de los servicios de apoyo administrativo. Estos costos se trasladan al valor de las matrículas y otros servicios educativos, que devienen en esfuerzos significativos para las familias y los estudiantes.

En general en el mundo, pero particularmente en los países de menor desarrollo como Colombia, una parte importante de los jóvenes que terminan sus estudios básicos no pueden acceder a la educación terciaria y optan por buscar empleos menores, demandar cursos cortos no formales (educación para el trabajo y para la vida), módulos virtuales o, en el mejor de los casos, educación técnica. Otro contingente se está orientando hacia programas virtuales de bajo costo. A esto se asocia un fenómeno adicional: la deserción, que llega a más de la mitad de los que se matriculan en el primer semestre.

Con las consideraciones anteriores, ¿cómo podemos vislumbrar la situación de las universidades dentro de una o dos décadas? Son varias las tendencias: entidades con mayor énfasis en el servicio y en lo corporativo, como si fueran empresas de conocimiento guiadas por las tendencias de mercado y la competencia y con estructuras más livianas y de menor costo; matrículas más baratas y programas más cortos y atractivos, con un alto componente virtual, tanto en lo académico como en los servicios de apoyo, y con aporte de inteligencia artificial y otras tecnologías de punta; diversidad de modalidades, donde primarán lo híbrido y lo virtual, con esquemas muy flexibles y multi-rutas de aprendizaje; y aliadas con sectores productivos, y empleando muy pocos profesores-tutores. La otra alternativa son las instituciones universitarias transformadas, que mantienen la apuesta por la educación integral, con empleo de pedagogías avanzadas, con enfoque humanístico, pero con énfasis en las aplicaciones prácticas del conocimiento, atrayendo estudiantes con capacidad de aprendizaje, multilingües, alfabetizados en los avances tecnológicos y con capacidades emocionales amplias. El resto de instituciones serán las entidades tradicionales, tratando de sobrevivir a la dura competencia, a los avances en tecnología y a los cambios en la pedagogía

Referencia

Christensen, C. (2011). The innovative university: changing the DNA of higher education from the inside out. San Francisco: Editorial Jossey-Bass.

Hacia un estado de bienestar

Hemos caído en una trampa de extremos: neoliberalismo de derecha o populismo de izquierda. Colombia no ha entendido que es necesario explorar otras avenidas, y si alguna vez lo ha intentado, ha sido con timidez y poca voluntad. Tal vez pudiéramos pensar en que López Pumarejo intentó salirse del esquema ortodoxo implantado desde 1886 por Núñez y Caro, y con mayor cautela, Belisario Betancur quiso moverse hacia un centro político, más no económico. De resto, nuestra historia económica y política liderada por los partidos tradicionales hasta hace seis meses se ha ubicado en lo que algunos consideran centro-derecha.

Lo cierto es que Colombia ha avanzado con “nadadito de perro” más que la mayoría de sus vecinos, pero continua en una senda de mediocridad, tanto en la esfera social como en la económica. Hoy tenemos unos sectores empresariales que crecen y sostienen la economía en medio de una pobreza creciente y un enorme desencanto popular.

Hace años, Álvaro Gómez se adelantó a su tiempo al proponer un “Estado desarrollista” planificado, y planteó la tesis de que era necesario romper el esquema político-económico materializado en lo que él denominaba el régimen, apelando para ello a un “acuerdo sobre lo fundamental”. Su invitación cayó en el vacío, no se entendió. Mientras tanto, el país político continuó su camino errático y los partidos se derrumbaron perdiendo la esencia, hasta convertirse en meras máquinas electorales sin sustancia programática. Durante los años de declive de los partidos históricos se fueron vigorizando las fuerzas de izquierda en diferentes frentes: el electoral, los sindicatos, la academia, los jueces, la juventud desilusionada y los pobres abandonados, hasta lograr en los últimos comicios un notorio incremento en el número de congresistas y, luego, la elección del primer mandatario de izquierda en doscientos años.

La negociación con la guerrilla de las FARC se convirtió en un pretexto distractor, útil para convocar a la batalla en rincones extremos a las fuerzas tradicionales y a los nuevos actores de izquierda. El voto por el referendo al acuerdo de paz y la elección de Gustavo Petro terminaron en una distribución pareja de los dos grandes bandos y en una nación polarizada. Y ahí seguimos, sin que podamos anticipar un acercamiento que conduzca a un pacto similar al de La Moncloa en España, mediante el cual se aglutinen la mayoría de sectores ideológicos y políticos alrededor de un programa de largo plazo que dinamice las fuerzas productivas y, a la vez, alivie las condiciones de la población desfavorecida.

Solo unidos en un difícil, pero necesario acuerdo de voluntades, podremos derrotar, en el largo plazo, los profundos problemas estructurales que afectan a nuestra sociedad, entre los cuales vale mencionar las desigualdades entre estratos y regiones, la marginalidad e informalidad de la mitad de la población, la corrupción pública y privada, el narcotráfico, la violencia y el débil y lento desarrollo económico. Un programa de cambios sustantivos debe respetar las libertades ciudadanas y de empresa, la democracia representativa con separación e independencia de poderes, la alternancia en el gobierno y el orden institucional. En las condiciones actuales de pugnacidad, tal acuerdo es muy difícil de lograr pues no hay voluntad de las partes para sentarse a dialogar, ni el gobernante aceptaría una negociación que afectara el mandato de sus electores.

¿En qué consistiría hoy el acuerdo sobre lo fundamental? Debería contener tres grandes asuntos: el fortalecimiento de las instituciones políticas, un programa de equidad afirmativa para la población pobre y marginada y un plan de crecimiento de la economía sustentado en la iniciativa privada con el apoyo del Estado. Parece simple, pero no lo es.

En el primer plano, debemos movernos en la dirección de la protección social en las áreas de salud, educación, pensiones, vivienda, empleo formal e ingreso familiar mínimo, lo cual es posible alcanzar en el mediano plazo. En el aspecto económico, Colombia debe avanzar hacia una economía 4G sustentada en la industria digital, la minería regularizada y la explotación de la capacidad agrícola. Y en lo institucional, debemos fortalecer la seguridad interna, la justicia independiente y el ejercicio democrático.

De Dinamarca a Cundinamarca

Esta frase se atribuye al expresidente López Michelsen, y generalmente se usa para advertir que algunas políticas públicas funcionan mejor en unos países que en otros, ya sea por su idiosincrasia, madurez política, capacidad de gestión o porque atraviesan diferentes estadios de desarrollo. ¿Qué tiene que ver esto con la propuesta del gobierno para reformar completamente el sistema de salud? Creo que mucho, si leemos entre líneas el articulado de la “reforma Corcho”.

Muchos reformistas de las “izquierdas académicas” desarrollan propuestas teóricas interesantes en el papel, pero inviables en lo financiero e irrealizables en la práctica. Es el caso de las iniciativas sobre un cambio rotundo —casi total— del modelo de aseguramiento en atención médica que ahora proponen reemplazar por un sistema de salud. Las políticas públicas suelen repetirse o copiarse en mayor o menor grado en los países, de acuerdo con la orientación de los gobiernos, las necesidades de ajuste o las capacidades de gestión. Algunos países han marcado una innovación en seguridad social, como en la Alemania de Bismarck en el siglo XIX, o el Sistema Nacional de Salud del Reino Unido, impulsado por William Henry Beveridge a mitades del siglo pasado.

Aunque la propuesta de reforma de la ministra Corcho ha dado muchas vueltas, pareciera que la última está inspirada en los sistemas sanitarios de Europa, que en general responden al llamado Estado de bienestar. ¿Qué los caracteriza? En primer lugar, son estatistas, ya que el Estado nacional las desarrolla y las ejecuta, directamente o a través de las regiones o departamentos; en su mayoría son financiadas con recursos públicos provenientes de impuestos generales y, en algunos casos, con copagos complementarios; los servicios de atención médica suelen ser ofrecidos por redes de prestadores públicos con limitada participación privada; la puerta de entrada es la atención primaria de primer nivel o también la de mayor complejidad, casi siempre por un médico familiar o general, y la población se empadrona en territorios limitados. En mi criterio, estos sistemas cumplen con altos estándares de calidad, oportunidad, efectividad, cobertura poblacional y de prestaciones y satisfacen a los pacientes. Lamentablemente, muchos se enfrentan a situaciones financieras difíciles, pese a que en el viejo continente el PIB dedicado a la salud suele estar por encima del 10 por ciento. El proyecto Petro-Corcho sigue lineamientos muy parecidos a los europeos y al que se intentó en nuestro país en tiempos del Sistema Nacional de Salud de los años sesenta del siglo XX.

En cambio, el modelo de aseguramiento de la Ley 100, aun cuando tiene carácter público y abarca desde la atención primaria hasta la alta complejidad, se enmarca en lo que se denomina “competencia regulada”, con la participación de aseguradores y prestadores púbicos y privados, basado en el “pool” o agrupamiento poblacional con afiliados inscritos en bases de datos, y no por barrios o veredas. Algunos países de Europa —como Alemania, Holanda y Suiza— tienen esquemas más cercanos al adoptado por Colombia en 1993. Este es único en la región de América Latina, y se ha mantenido en permanente ajuste y actualización, no solo reglamentaria, sino con el aporte de más de cinco reformas legislativas que incluyen la más reciente Ley Estatutaria.

Estamos ante dos esquemas diferentes e incompatibles en varios aspectos, por lo que no sería bueno fusionarlos con rasgos de uno y otro: terminaríamos en un esperpento disfuncional. Si el Congreso opta por el articulado presentado esta semana, no se estaría construyendo sobre lo construido, sino destruyendo de tajo casi todo lo presente para comenzar a construir otro sistema, casi desde cero.

El gobierno considera que la solución para zanjar las diferencias entre los dos sistemas —el actual y el propuesto— consiste en una transición bien orquestada, la cual se presenta en el último capítulo (artículo 149), lo cual no parece realista. Al contrario, las mayores complicaciones pueden sobrevenir en una transición compleja, que puede demorar más de una década, tiempo en el que veríamos un verdadero caos para los usuarios, los agentes actuales y futuros y para el propio gobierno.

El sistema propuesto sería viable si se dieran las siguientes condiciones: recursos financieros suficientes para la garantía de los derechos, representados en un paquete de prestaciones amplísimo, casi ilimitado; capacidad de los organismos oficiales (MinSalud, ADRES, centros de atención prioritaria en salud (CAPS), órganos de gobierno y administración en regiones y municipios, Consejo Nacional de Seguridad Social en Salud, entre otros); infraestructura en todos los municipios; sistema integrado de información-comunicación; suficiente talento humano, etc. Una solución intermedia sería la de completar el actual modelo con una red de atención primaria separada para las zonas apartadas, financiada mediante subsidios a la oferta, con lo cual no se destruiría lo construido durante 30 años con buenos resultados para el 85 % del territorio. Nada de esto es fácil en medio de un debate tal caldeado, ideológico y emocional. Algo va de Noruega o Suecia a nuestra Orinoquía.

Reforma a la salud: reflexiones desde la academia

El país está dividido frente a una posible reforma a la Ley 100 que rompería la arquitectura del actual modelo de salud; estaríamos ante una ruptura ideológica y política que puede acarrear graves consecuencias. Como lo señala Alejandro Gaviria, el debate planteado por la ministra de Salud carece de argumentación y de análisis razonable. La motivación principal no es avanzar ni corregir las fallas del sistema sino implosionarlo en sus aspectos neurálgicos, que son el modelo de aseguramiento, las formas de pago y el papel de los agentes. Una reforma equivocada puede traer consecuencias catastróficas para los afiliados —particularmente para los pacientes—, entre los cuales se destacan los que sufren enfermedades crónicas y catastróficas; afectaría a clínicas, hospitales y personal médico, y se devolvería afectando la imagen del Gobierno.

Las mayores diferencias o líneas rojas entre detractores y defensores del actual modelo se resumen en cuatro: primero, el cambio de rol de los actuales aseguradores para convertirlos en meros gestores o administradores, sin que asuman la gestión de los riesgos de salud de sus poblaciones, ni los riesgos económicos inherentes al aseguramiento, ni las tareas de articulación y de ordenadoras-controladoras del gasto, manteniendo solo la gestión del riesgo administrativo, ello al cambiar la forma y el alcance de los pagos a la red de servicios estableciendo un tarifario y un nuevo tipo de auditoría médica; segundo, la transformación de la Administradora de los Recursos del Sistema General de Seguridad Social en Salud (ADRES) en un pagador único y descentralizado; tercero, la creación de una nueva forma de gobernanza con consejos controlados por mayorías de la llamada sociedad civil y los trabajadores; y cuarto, la concentración en entidades públicas del gobierno, los pagos y la prestación de servicios.

También existen posibles puntos de convergencia, como continuar avanzando en la garantía del derecho a la salud en la medida que se puedan cubrir los gastos médicos y administrativos; ampliar y mejorar la prestación en áreas rurales deprimidas, dando más fuerza a la atención primaria y a la salud pública; el rescate de numerosos hospitales públicos locales; la formalización de las condiciones laborales de los trabajadores de la salud; avances en el sistema de información, seguimiento y control, y solución parcial al problema de las carteras vencidas, desde el Gobierno, las EPS y los prestadores.

¿Es el modelo de salud bueno o malo? Tanto el presidente Petro como su ministra lo juzgan como un desastre, ignorando los resultados positivos a lo largo de tres décadas de evolución, que hacen del modelo colombiano uno de los más grandes logros en materia de política pública social. Todos los sistemas de salud, hasta los más reconocidos, tienen fallas que se van corrigiendo en sucesivos ajustes: en Colombia se presentan abusos de los actores, hechos de corrupción y un desbalance entre los servicios urbanos y los de las zonas rurales más pobres, lo que afecta la calidad; sin embargo, las diferentes encuestas muestran que más del 70 % de los afiliados defienden a sus EPS y están satisfechos con la atención recibida. De otro lado, las agencias internacionales le dan una calificación muy buena: en 2002, la OMS lo clasificó como el segundo en el mundo en cuanto a solidaridad y equidad; en 2016, la OCDE anotó los siguiente: “Colombia tiene un sistema de salud bien diseñado, con políticas altamente eficientes y con instituciones de las que podrían aprender otros países. Colombia ha logrado para casi la totalidad de los ciudadanos una protección financiera contra costos excesivos de cuidados de salud, al igual que una canasta de servicios idéntica para aquellos que tienen y los que no tienen empleo formal.” Hoy se reconoce al sistema colombiano como uno de los mejores de la región, por la universalización de la atención, la alta cobertura de prestaciones médicas y complementarias, su bajo costo de bolsillo, la solidaridad a través de subsidios cruzados entre afiliados, las redes de prestación urbanas, la atención de las enfermedades crónicas y de alto costo y los mecanismos de pago.

¿Cuáles serían las posibles causas de las debilidades de nuestro modelo de salud? Algunos miembros de las sociedades civiles, oenegés, sindicatos, asociaciones profesionales, grupos de pacientes, etc. consideran que la mayor falla consiste en no haber desarrollado la norma estatutaria (Ley 715 de 2015) que amplía hasta el infinito el ámbito de los derechos en salud; otros atribuyen los problemas al ánimo de lucro de algunos actores —particularmente de las EPS—, y algunos críticos consideran que existe un diseño inadecuado de la normativa.

Una visión más economicista plantea que el gasto en salud de Colombia es bajo comparado con la región: la ministra Corcho asegura que apenas llega al 6 % del PIB (el BID lo sitúa en el 7,3 %), cuando el promedio de Latinoamérica es superior al 8 %, el de Europa supera el 10 % y Estados Unidos gasta cerca del 15 % de su PIB en el sistema sanitario (casi todo privado). De otro lado, el sistema gasta un alto porcentaje en enfermedades crónicas concentrado en menos de 3 millones de pacientes, dejando un residuo de menos del 15 % para la atención básica, la prevención y la salud pública; el costo de la canasta de medicamentos es superior al 20 % del gasto total, uno de los más altos de América Latina, y se ha visto incrementado con el denominado NO PBS, que va más allá del paquete básico con un costo anual cercano a los 5 billones de pesos. Además, la contribución de las personas y las familias apenas llega al 16 %, cuando el promedio de la región es el doble.

La desfinanciación crónica ha afectado el pago de deudas entre actores, la calidad de algunos servicios —como los relacionados con el tratamiento del cáncer—, la oportunidad y calidad de la atención y el relacionamiento entre agentes. Si Colombia pretende garantizar plenamente el derecho fundamental a la salud, debería gastar por lo menos dos puntos adicionales del PIB en los servicios médicos y de salud pública; pero eso no va a ocurrir, por lo menos en la próxima década.

El sistema gasta más de 80 billones de pesos al año, es decir, más de un millón y medio de pesos por persona en más de seiscientos millones de atenciones anuales; cuenta con cerca de 30 EPS (de las 300 que llegó a tener hace dos décadas) y más de 15.000 IPS, de las cuales cerca de 2.000 son hospitales; tiene algo más de 100.000 médicos y cerca de un millón de trabajadores. Estamos hablando de un sector grande y clave de la vida nacional. En el caso de las aseguradoras, es cierto que la mayoría es inviable y sus reservas y capital de trabajo son insuficientes; además, casi todas arrojan pérdidas y la utilidad de las pocas que obtienen ganancias no llega al 1 % de sus ingresos.

Ojalá el país no se equivoque con una mala reforma del sistema de salud; es necesario que los bandos opuestos se reúnan en una conversación seria, tranquila y constructiva y acuerden ajustes y correctivos, mas no la destrucción de un esfuerzo colectivo de 30 años.

clases-medias-consumo-valores-burgueses. Jaime Arias

Bicentenario deslucido

La celebración de los doscientos años de Independencia va a pasar con mucha pena y poca gloria, y no porque hayan faltado fiestas en algunos municipios de Boyacá, unas cuantas conferencias, juegos pirotécnicos, visitas presidenciales, declaraciones en el parlamento y otras manifestaciones menores. Hemos desaprovechado esta efeméride para invitar a la comunidad entera a reflexionar, por lo menos durante todo este año, sobre las consecuencias de la gesta libertadora y a dar una mirada crítica y retrospectiva a lo que hemos construido o destruido como república independiente. El mismo Gobierno, tan dado a los discursos, ha pasado de agache y ha perdido una oportunidad histórica para convocar a los jóvenes a discutir sobre los grandes propósitos para los siguientes cien años.

 

Las celebraciones cívicas no deben llevarse a cabo para emborracharse ni para dar paso al jolgorio, sino para meditar, evaluar y proyectar el futuro. Nuestros abuelos tenían mayor sentido sobre lo que significaba una celebración nacional, y, por ello, hace un siglo, se desplegó una movilización, tal vez restringida a las élites y a algunas ciudades, para festejar espiritualmente los primeros cien años de independencia, que acompañaron con pequeñas obras públicas, el descubrimiento de retratos, bustos y estatuas, y la realización de tertulias literarias, a la usanza de entonces. Era mucho más de lo que se está haciendo ahora. Les invito a leer el artículo de Eduardo Posada Carbó sobre la celebración del primer centenario de la Independencia.

Nos recuerda el historiador Posada que funcionó una comisión preparatoria de carácter cívico y bipartidista durante tres años, y que se cantaron “tedeum” en todas las ciudades dentro de un “espíritu civil y republicano”; se fundaron, asimismo, escuelas, museos, hospitales, plazas, puentes, avenidas y otras obras públicas. La fiesta duró 17 días en toda la nación. Evoca Posada las palabras del presidente González Valencia: la celebración “debía servir para que ‘en la nueva centuria independiente, el amor a la paz arraigue fuertemente en la conciencia popular’”. Existió entonces un espíritu “centenarista” muy profundo, hoy ausente.

En Bogotá, como en otras ciudades, quedan obras que atestiguan las celebraciones de hace un siglo, una de ellas el Parque de la Independencia, con la inauguración del quiosco de la luz, donado por los hermanos Samper, y el Pabellón de Bellas Artes, una pequeñita réplica del Grand Palais de París, donde se celebró la feria mundial. El pabellón sirvió hace un siglo de sede a una exposición industrial y agrícola, en la cual se expusieron los productos del campo, de la artesanía y de la incipiente industria nacional.

Hoy no existe el espíritu patriótico de 1910 y las circunstancias son diferentes: había terminado la guerra de los Mil Días y las heridas estaban frescas; Panamá había sido cercenada; se inauguraba el Gobierno de unidad de Carlos E. Restrepo; la Iglesia era muy influyente; el país era pobre y bucólico y las gentes todavía ingenuas y desprevenidas. Ahora somos mucho menos pobres y el cambio social es impresionante. Estamos llenos de problemas de fondo que hace un siglo no existían, el sentido patriótico ha desaparecido y nuestros dirigentes están ocupados en asuntos más urgentes y mundanos que una celebración espiritual. ¿O es que no hay mucho para celebrar?

Este sería el momento indicado para preguntarnos si la Independencia y la campaña libertadora sirvieron para cambiar y mejorar el ritmo del país, o si continuamos igual, sin la autoridad española, pero con el mismo modelo de gobernantes, ya no enviados desde Madrid, sino criollos nacidos en América. También sería el tiempo de cuestionar si la vida republicana cambió el destino de estos pueblos, o el progreso material, político y cultural ha sido demasiado lento y continúa siendo inequitativo.

Somos un país adulto, como las demás naciones de Iberoamérica, y no podemos escudarnos tras una dependencia política y administrativa de España o de Portugal. Tenemos uso de razón, gozamos de derechos y libertades, y hemos recorrido un camino de dos siglos de gobiernos independientes. ¿No es hora de hacer un alto en el camino para rendir cuentas de lo que no hemos podido lograr? O, ¿será que le estamos huyendo como sociedad a esa rendición de cuentas?

Estamos a unos días de la pobre y lánguida celebración de unas fechas históricas, que celebran las realizaciones de Bolívar, Nariño, Santander y otros héroes. ¡Qué lástima que el Gobierno y los principales líderes sociales hayan dejado pasar este momento especial para adelantar una reflexión profunda sobre nuestro destino!

Nuestro Ejército

Todas nuestras instituciones públicas son cuestionadas a diario, desde adentro o desde afuera, y eso no está mal, puesto que deben estar edificadas estructuralmente para resistir la crítica y aprovecharla —cuando es seria y constructiva— con el propósito de renovarse permanentemente. Nuestro Ejército sigue y seguirá cargando el inri de los falsos positivos, que apenas se van conociendo y que, al parecer, fueron varios miles. Ese fue un pecado y un crimen casi imperdonable, lo mismo que ciertas alianzas con grupos criminales armados, todo lo cual desdibujó la imagen de la institución y dio pie para que enemigos y contradictores alimentaran su discurso contra la fuerza militar.

 

No cabe duda de que existe un plan de la llamada “izquierda”, que implica el uso de todas las formas de lucha, es integral y de largo plazo, se ha orquestado desde adentro y desde afuera, y se orienta a debilitar las instituciones democráticas y el Estado de derecho, con el fin de ir abriendo paso a futuros gobiernos pro-marxistas, como ha sucedido en países vecinos al nuestro. Ese plan pasa por la subversión, las escuelas y universidades, la rama judicial (incluyendo a la JEP), algunos periodistas crédulos o afines al “socialismo de banana” que circula por la región, intelectuales, empresarios ingenuos y, sobre todo, gentes cándidas, que, como Caperucita Roja, no alcanzan a ver los colmillos del lobo.

La mayoría de dirigentes de la mal denominada izquierda se han lanzado como perros furiosos sobre el ministro de Defensa, Guillermo Botero, tal vez aprovechando declaraciones imprudentes o tomándolas fuera de su contexto. Quieren y exigen su cabeza. Ahora le tocó el turno al comandante del Ejército, general Nicacio Martínez, por haber solicitado a los líderes militares actuar con mayor determinación frente a las amenazas de narcos, exFARC, antiguos paras y otros tipos de malandros que se han adueñado de extensas zonas del territorio. ¿Qué buscan los críticos? Sencillamente quieren un ejército sumiso, desentendido, acomplejado, débil en la acción y escondido en los cuarteles, y no uno que cumpla con su misión, como debe ser, aquí y en cualquier nación que se respete.

Es posible que el mensaje del comandante a sus hombres haya incurrido en equivocaciones, como con las conocidas tablas de resultados operativos, o que el lenguaje no haya sido claro. El efecto más preocupante es que la fuente de la información enviada al New York Times provenga de militares de alto rango pertenecientes al Estado Mayor y responsables de cumplir la misión institucional de preservar el orden. En el campo militar no hay lugar a disidencias, se puede opinar, pero, una vez tomada una decisión estratégica e institucional, es necesaria la obediencia, la unidad de cuerpo y la lealtad. Es indispensable, sin embargo, que los líderes militares de cualquier país entiendan siempre la obligación de actuar dentro de la ley, la doctrina que obliga al respeto por los derechos humanos y el rechazo de prácticas nefastas contra la población civil, como fueron los “falsos positivos” de hace un tiempo.

Resultaría grave que estuviésemos ante una división política en el seno de nuestro Ejército; allí la autoridad debe ser monolítica, siguiendo el orden jerárquico que va desde el presidente de la República hacia abajo. La tarea militar en Colombia es especialmente ardua, compleja e incomprendida, debido a las acciones irregulares de los delincuentes, quienes son los verdaderos enemigos de la paz, por lo cual las diferentes fuerzas deben actuar como un solo hombre, bajo planes operativos claros, sin desfallecer.

Lamentablemente, en las fases finales del Acuerdo de La Habana, se ordenó un repliegue militar, hasta cierto punto entendible, que pudo haber causado efecto de letargia en la tropa, lo que sucede cuando un atleta se aparta de las pistas por un tiempo largo. Ahora estamos viendo las consecuencias de ese retiro de la presencia militar durante el posconflicto: extensos territorios copados por narcotraficantes y grupos guerrilleros, crímenes de líderes sociales, éxodos de campesinos y alteración del orden.

Si la denuncia sobre las órdenes operativas impartidas por el general Nicacio de Jesús Martínez hubiera aparecido en un medio de comunicación local, el ruido hubiese durado unas horas o días, pero como lo publicó el New York Times —el diario más importante del mundo— creó todo tipo de reacciones, desde las del Gobierno con sus tibias explicaciones, hasta las de los enemigos del sistema político, quienes dijeron que estábamos regresando a épocas de barbarie. El Times es un periódico serio y respetable, pero desconoce la realidad colombiana y se olvida de las barbaridades cometidas por el Ejército de los Estados Unidos en Vietnam y otras guerras. Ojalá que este episodio sirva para ser más prudentes y claros en lo que se dice desde el Alto Gobierno y desde las fuerzas armadas.

Otro Plan de Desarrollo diverso y no estratégico

Desde hace un mes se viene debatiendo en el Congreso un nuevo plan cuatrienal de desarrollo. Su preparación para llegar a convertirse en un proyecto de ley comenzó hace más de 6 meses, mediante consultas y mesas de trabajo que convocaron a regiones, gremios y numerosas comunidades, cumpliéndose así la promesa de llevar un proyecto puesto a conocimiento de la sociedad y basado en la promesa de campaña. El articulado que se presentó tiene cerca de 180 artículos y ya en las discusiones iniciales ha aumentado con más de 120 iniciativas de congresistas, alcanzando el número extravagante de 311 artículos; por ello, se asemeja a lo que algunos denominan un verdadero árbol de navidad con regalos para todos.

 

No es la primera vez que esto sucede. Así han sido los planes posteriores al mandato constitucional de 1991, con lo cual se viene desvirtuando la esencia del plan y distorsionando la función legislativa, pues la ley, que además tiene carácter orgánico, termina conteniendo varias normas sin mucha relación entre sí. Si se examina el actual proyecto encontraremos en el articulado reformas fiscales y tributarias, a la educación, a la salud, a la minería y a muchas otras áreas.

Quienes crearon en los años sesenta el Departamento Nacional de Planeación (DNP), bajo la figura de planes estratégicos que orientarían el desarrollo económico y social del país, no entenderían a lo que se ha llegado en los tiempos recientes. En el plan “mete la mano” todo el mundo: es un proyecto que no tiene clara la visión de país, se limita a formular unas obligaciones presupuestales para períodos de cuatro años y, al final, pierde la esencia de lo que debería ser una estrategia de largo plazo de Colombia y no de cada gobierno. Se ha llegado por mandato constitucional a una verdadera microadministración.

Recordamos planes anteriores al 91. En el Gobierno de Ospina se introdujo la planeación (primera misión Currie), después vino el estudio Lebret de 1958, y luego, en el mandato de Lleras Restrepo, se creó el Departamento Nacional de Planeación. Años más tarde se aprobaron planes como el de las “cuatro estrategias”, de la administración de Misael Pastrana, elaborado no por mesas de trabajo, sino por un número reducido de expertos dirigido por el profesor canadiense Lauchlin Currie —reconocido en el mundo como connotado economista del desarrollo—. Este plan, como otros que siguieron, fue estratégico, dado que impulsó fuertemente la economía nacional y se construyó sobre cuatro pilares: aumento de las exportaciones, fortalecimiento del sector de construcción de vivienda con la creación de la UPAC, redistribución del ingreso y desarrollo del sector agropecuario. Siguieron otros planes con visión estratégica como “Para cerrar la brecha” de López Michelsen, el “Plan de Integración Nacional” de Turbay, el de “Cambio con equidad” de Betancur, entre otros. En los macroplanes no se presentó la dispersión de los planes posteriores al 91, que se expanden en centenares de propósitos y pequeños proyectos para dar gusto a todos.

La Constitución de 1991 determinó en el artículo 339 el concepto de planeación ampliamente participativa, la cual fue reglamentada por la Ley Orgánica 152 de 1994: esta norma define un componente programático de extensa literatura y un programa de inversiones. Lamentablemente, los planes cuatrienales se fueron convirtiendo en colchas de retazos aprovechadas por los congresos para influir con iniciativas desarticuladas, a la vez que el DNP fue perdiendo fuerza para convertirse en un “tanque de pensamiento” escondido, con la responsabilidad de coordinar la elaboración de planes anuales de inversión.

El actual proyecto consta de más de 400 páginas que la mayoría de los congresistas apenas comienza a leer. Si bien plantea tres grandes propósitos (legalidad, emprendimiento y equidad), estos se diluyen en una matriz de 12 pactos transversales y 9 regionales. Se dice popularmente que “el que mucho abarca poco aprieta” y eso es lo que termina sucediendo con planes que, finalmente, terminan en meros listados de inversiones dispersas.

Otro problema con los nuevos planes de desarrollo es que son aprovechados por cada sector para hacer sus propias normas legales. Educación, transporte, salud, defensa, vivienda, etc., van incluyendo artículos que al final constituyen los cambios legislativos de cada ministerio: esto es, una suma de leyes dentro de una ley amplia, lo que va en detrimento de proyectos específicos más profundamente discutidos a lo largo de los cuatro años de legislatura.

Es justo reconocer que, en la primera parte del proyecto, donde se sustentan las bases teóricas del plan, se encuentran elementos interesantes, partiendo del análisis que se formula sobre la economía y sus efectos en la equidad: estancamiento y baja diversificación de la productividad, expansión de las economías ilegales, clima de informalidad, elevados costos regulatorios e ineficiencia del gasto público. Es difícil exponer un diagnóstico tan claro; el problema es que en el articulado se atacan estos factores con “escopeta de regadera”, de forma que al concluir el Gobierno de Duque muy probablemente la macroeconomía seguirá soportando las debilidades de siempre. Las bases mismas del Plan —legalidad, emprendimiento y equidad— son lugares comunes, conceptos etéreos que son casi imposibles de concretar en tres años.

Los llamados pactos por la sostenibilidad, por los recursos minerales y energéticos, por el transporte y los servicios públicos, por la equidad de las mujeres, por la paz, por la economía naranja, por el gobierno eficiente y por las regiones muestran buenas intenciones, pero no aterrizan en lo real y duro. ¿Quién va a suscribir esos pactos y bajo qué condiciones?

Para quienes somos pragmáticos y realistas uno de los mejores apartes del proyecto del nuevo Plan es el que enumera una serie de metas como lograr que 2 millones de niños reciban educación inicial y 7 millones sean cubiertos por el PAE, alcanzar la gratuidad para 300.000 jóvenes universitarios y que 550.000 nuevos productores cuenten con asistencia técnica, llegar al 60 % de actualización catastral (incluyendo, ojalá, las zonas rurales), erradicar 260.000 hectáreas de cultivos ilícitos, reducir la tasa de homicidios a 23,2 por cada 10.000 habitantes, entre otras. En cambio, metas enunciadas como transporte multimodal, dinamismo de la economía naranja, aumento de la capacidad de energías limpias y reducción de la pobreza son simples enunciados que no se comprometen a nada.

Cuando se llega a las soluciones propuestas se entra en un campo nebuloso, lleno de generalidades y de planteamientos que parecen un utopismo ideal y son difíciles de concretar en acciones de gobierno. Se habla de herramientas innovadoras en una política social moderna que va más allá de los subsidios. ¿Qué es eso y cómo se plasma en el Plan? Se plantea la necesidad de dotar el campo con bienes públicos para mejorar la productividad y buscar equidad y acompañamiento del Estado a los empresarios en crecimiento. Se menciona la transformación digital de los territorios como una forma de romper las inequidades entre regiones y se promete hacer más efectiva la gestión pública. Todo esto suena bien, pero no se dice cómo se va a materializar.

Después de las críticas anteriores es bueno concluir con una nota positiva en relación con el Plan. Si bien este es exageradamente ambicioso, disperso, teórico y, con frecuencia, poco realista, es mejor tener plan que no tenerlo; por lo menos es una hoja de ruta.

clases-medias-consumo-valores-burgueses. Jaime Arias

Clases medias, consumo y valores burgueses

El siglo actual ha presenciado un cambio dramático en la estratificación económica del mundo, comenzando por China y la India, donde, en las últimas dos décadas, más de 1.200 millones de personas salieron de la pobreza al ascender a la clase media: es decir, familias con ingresos que se acercan a los 20.000 dólares al año. En América Latina la cuota se aproxima a 200 millones de personas —sobresale el caso de Brasil con un aporte de casi 80 millones de individuos en ascenso—, lo que significa que cerca de 2.000 millones de habitantes han entrado en la categoría mundial de la clase media. Debe aclararse que cada país tiene sus estándares de acuerdo con el poder adquisitivo de su moneda y que este estrato suele dividirse en clase media baja —cercana a la pobreza— y clase media alta.

 

Colombia no ha sido ajena a la irrupción de los sectores medios, que muestran un crecimiento de un 7,7 % en los últimos diez años (del 11 % del total de la población al 23 %). Debe agregarse a esta cifra otro 40 %, perteneciente a la clase media baja, emergente o vulnerable, en donde se pueden contar cerca de 20 millones de personas, lo que sumaría un total de 35 millones en este estrato. La población considerada pobre, por su parte, es de 10 millones de personas.

La clase media mundial tiene patrones más o menos definidos de consumo, dependiendo de si se trata de la más alta o de la más baja. Esta última se caracteriza por adquirir bienes como celulares, bicicletas, motocicletas de baja gama, televisores y otros electrodomésticos; además de servicios y actividades de esparcimiento como fútbol, eventos culturales subsidiados, viajes terrestres, comidas rápidas, compras en centros comerciales populares, cine, entre otros. Por otro lado, la clase media alta consume automóviles de gama media, viajes al exterior, educación privada, tarjetas de crédito para pago de restaurantes, ropa de marca, aplicaciones de servicios como Uber y Rappi, entretenimiento, gimnasios, etc. Según la firma Raddar el crecimiento del consumo en Colombia fue de un 2,3 % en el último año, gracias en buena medida a los gastos de los sectores medios. De acuerdo con el Departamento Nacional de Planeación, por otra parte, la tasa de desempleo de la clase media alta es de 6,14 % y de la media baja de 9,2 %.

La clase media-alta y los sectores altos tradicionales se aferran a los valores culturales de la burguesía occidental, mantenidos por siglos, y se diferencian de los sectores en ascenso. El fenómeno de consolidación de valores y costumbres puede durar décadas —en algunos casos siglos— y conducir a sociedades duales en las que las poblaciones coexisten pero no hay fusión cultural, más allá de lo básico. La descripción anterior es simple: apenas intenta poner de presente un fenómeno económico, social y cultural que marca a cada nación de diferente manera y que estamos experimentando en Colombia. Lo importante es tener conciencia de lo que ocurre, entender que la búsqueda de una sociedad más homogénea requiere de tiempo y que mientras tanto debemos tolerar las diferencias y, sobre todo, respetar la diversidad.

Si aceptamos que existen costumbres, valores y estilos de vida típicamente burgueses, nacidos en Europa y trasplantados a territorio americano durante las colonias del norte y del sur, nos preguntamos ¿cuáles son esos valores y cómo se vienen transformando con el ascenso de los sectores medios? De manera simple podríamos decir que la burguesía en materia de valores sociales se caracteriza por ser fuertemente individualista, defensora de la iniciativa privada, del progreso personal, del trabajo formal y del mérito por el esfuerzo de la persona o la familia; valora, en esa medida, el círculo familiar y de amistades. En materia política, asimismo, propugna por la libertad, la igualdad frente a la aristocracia o clase más alta, y la defensa del constitucionalismo, las instituciones políticas liberales y democráticas, y el gobierno limitado.

La burguesía, descrita en la literatura universal de los últimos dos siglos, tiene su propio estilo de vida, con valores de modernidad, respeto por el protocolo y las convenciones sociales, la cortesía, el sentido estético y el uso de un lenguaje propio —a veces exagerado—. Además, existió en Europa una burguesía ilustrada, orientada al humanismo, la literatura, la ciencia y la música culta, visible en la “era victoriana” inglesa. De todo ello, ¿qué se conserva en América Latina y en Colombia y cómo se asimila entre los estratos medios? Son preguntas que deben responder sociólogos y antropólogos culturales.

Se afirma con frecuencia que la estabilidad política y social de los países depende en buena parte de la fortaleza de sus clases medias y que por ello deben ser reforzadas y ampliadas. En ese sentido, una aspiración nacional sería que en pocos años fuésemos un país de clases medias estables y en crecimiento.

La verdadera crisis de la universidad colombiana

El año pasado asistimos a una serie de marchas de estudiantes y de maestros, supuestamente organizadas en favor de la educación universitaria, en las que se pedía, como suele suceder, más presupuesto para la universidad pública —de la misma manera en que los maestros de Fecode exigen más recursos para la educación general—, como si ello resolviera la verdadera crisis que viene afectando a las instituciones universitarias y a la instrucción pública básica y media. Lo más curioso es que el país, comenzando por los formadores de opinión, compró esta idea sin mucho discernimiento, lo que significaría que si se obtuvieran nuevos y mayores recursos financieros automáticamente se resolvería el problema, al menos por unos días. Es ilusorio dar el diagnóstico de una enfermedad por el calor de las sábanas, lo que induciría a tomar decisiones

erradas, pues el mal está en el paciente. Eso es lo que está sucediendo con la educación como veremos enseguida: la crisis no es primordialmente financiera, aunque siempre faltarán recursos para pagar mejores sueldos a los profesores; la crisis se encuentra en la sociedad y afecta el entorno de la educación.

Lo escrito antes no se puede interpretar como un rechazo a que la universidad pública reciba una financiación justa, correspondiente a su misión y a su esfuerzo; esta ha jugado un papel relevante durante casi dos siglos en el objetivo de alcanzar una cobertura regional conectada con los problemas locales, de mejorar las competencias del país en investigación y de ofrecer programas que favorezcan la inclusión social. Durante el siglo XIX y parte del siguiente la discusión sobre la educación pública estuvo siempre presente en la agenda de los enfrentamientos de los partidos tradicionales; en nuestros días, el debate entre lo oficial y lo privado continúa, pero por fortuna se ha moderado, puesto que se acepta que para el país resulta más provechoso contar con los aportes tanto de la educación pública como de la privada.

No puede desconocerse que entre las dificultades de la educación superior el déficit financiero juega un papel preponderante, debido principalmente a que al exigirse estándares más altos de calidad se deben elevar necesariamente las inversiones y gastos de las instituciones, tanto públicas como privadas, con lo cual la educación superior está dejando de ser un negocio fácil y lucrativo para algunas entidades, como ocurría en tiempos pasados. Sin embargo, la crisis actual va mucho más lejos de los asuntos monetarios: involucra cambios en los valores de la sociedad, especialmente de los jóvenes, que obligan a modificar el modelo de trabajo de las universidades, con el fin de poder responder a las aspiraciones y necesidades de los estudiantes y de enfrentar la llamada cuarta revolución industrial. Esta ya tocó nuestras puertas con nuevas modalidades de producción, trabajo y empleo; con la presencia cada vez más fuerte de las aplicaciones de inteligencia artificial en todo tipo de actividad profesional y laboral; y con el aporte de las novedosas tecnologías de la información y la comunicación aplicadas al aprendizaje. Si las universidades no entienden los cambios ya presentes, y no son capaces de adaptarse a ellos, sucumbirán o se debilitarán para dar paso a nuevas modalidades educativas, como está sucediendo.

La docencia asistida por las tecnologías de la información —lideradas por la Internet—, las posibilidades de la virtualidad y de la realidad aumentada, los nuevos enfoques pedagógicos, las redes mundiales de conocimiento y los avances de todas las disciplinas están transformando las formas de enseñar y de aprender y modificando los roles tradicionales de los maestros, los estudiantes y las instituciones educativas, tanto en los niveles básicos como en la universidad. El profesor de tiza y tablero es ya una figura arcaica en trance de desaparición y el estudiante cargado de libros, cuadernos y lápices casi no existe; las tabletas y los teléfonos inteligentes son las nuevas herramientas de trabajo, allí cabe todo el conocimiento y con ellas se crea y recrea el nuevo cosmos del saber y del aprender.

Pero además de la nueva tecnología educativa se están presentando cambios muy profundos y rápidos en la sociedad, comenzando por los demográficos, el estado de las ciencias y de los desarrollos tecnológicos, los cambios en el núcleo familiar, las estructuras mentales actuales de niños y jóvenes, las posibilidades de emplearse una vez finalizados los estudios y las transformaciones que ocurren a lo largo de la carrera laboral y profesional. El resultado es que los jóvenes han perdido el interés por las carreras tradicionales, quieren estudiar menos años y se enfocan en la posibilidad de obtener buenos ingresos en el corto plazo.

Ante estos cambios y desafíos tan profundos, las universidades tradicionales —casi siempre paquidérmicas— no responden oportunamente a la competencia que representan otras modalidades de educación, las cuales llenan espacios que dejan aquellas, lo que hace que el futuro de la mayoría de instituciones educativas sea incierto o muy complicado. Las grandes trasnacionales de la tecnología como Google, Facebook y Amazon están comenzando a incursionar en muchas áreas donde la informática tiene cabida, entre ellas en la educación. De otro lado, los MOOC o cursos universitarios internacionales en línea, como los que ofrece Coursera o edX, han despegado con millones de inscritos, en competencia directa con las entidades educativas presenciales. Para completar el cuadro pululan muchos institutos que ofrecen programas baratos, de baja calidad y de corto plazo, atractivos para los miles de jóvenes que no cuentan con recursos para pagar una carrera en las buenas universidades.

Ni el Gobierno ni las mismas instituciones de educación superior están preparados para responder rápidamente a la crisis que se avecina. Modificar los planes de estudio, ofrecer nuevas carreras, bajar precios, desarrollar programas de educación en línea, adoptar nuevas estrategias pedagógicas, adquirir tecnologías de apoyo y cambiar la mentalidad de directivos y de docentes son tareas que toman años y exigen disciplina y rigor. Además, el ambiente laboral es vago, pues si bien los países desarrollados se transforman rápidamente hacia el mundo de la inteligencia artificial, entre nosotros ese futuro es muy incierto.

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De tiranías, dictaduras y populismos

Cómo no reflexionar en estas semanas sobre las duras lecciones que nos está dejando la abominable experiencia de nuestros vecinos, al tener que soportar las consecuencias del Gobierno inepto, corrupto, cruel y despótico de Nicolás Maduro. Esta situación, por lo menos, puede dejar unas enseñanzas, en primer lugar, a sus compatriotas, pero también a las demás naciones latinoamericanas. Una cosa es opinar desde afuera y otra vivir en carne propia los vejámenes de un régimen oprobioso y desquiciado.

Los jóvenes de hoy no tienen por qué recordar los tiempos en que una parte considerable del continente estaba en manos de sátrapas, dictadorzuelos y tiranos, generalmente de derecha.

Para mencionar a algunos déspotas, casi todos ellos de extracción militar, tenemos a Porfirio Díaz en México, a varios militares en Brasil entre 1964 y 1983, a los Somoza en Nicaragua, a Trujillo en República Dominicana, a Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez en Venezuela, a Videla, Viola, Galtieri y Bignone en Argentina, a Stroessner en Paraguay, a Banzer en Bolivia, a Pinochet en Chile, a Fulgencio Batista y Fidel Castro en Cuba (más de sesenta años en el poder), a Duvalier en Haití y a muchos otros autócratas de una extensa y vergonzosa lista. Hasta hace una década nuestra región fue caldo de cultivo para las dictaduras, lo que llevó a que en el mundo se asociara la idea de golpes militares con América Latina.

Colombia, afortunadamente, ha sido una excepción a esta regla a lo largo de su historia republicana de dos siglos; claro que con matices y cortas interrupciones a los gobiernos democráticos. En el siglo XIX tuvimos dictadores, pero no dictaduras en el sentido en que son conocidas hoy. Las fricciones entre los Estados soberanos, con sus respectivos caudillos, permitieron el ascenso al poder de varios militares, pero pocas veces a raíz de un golpe militar, sino por la vía electoral, y casi siempre en alianza con alguno de los dos partidos tradicionales. Hubo Mosqueras, Obandos y Melos, pero fueron derrocados o se sometieron a las reglas del juego político electoral.

En el siglo XX, por otra parte, tuvimos una dictadura, la del general Gustavo Rojas Pinilla, a quien muchos consideraban blandengue y quien llegó al poder a través de lo que Darío Echandía consideró un “golpe de opinión”, de la mano de uno de los dos partidos. Sin embargo, cayó a los tres años, también con la intervención de un movimiento bipartidista.

Hemos tenido buenos y malos gobiernos, pero se ha respetado la voluntad popular expresada en las urnas, y, prácticamente, en nuestro suelo no han existido tiranías, lo que es una bendición. Aquí existe la posibilidad de que gobernantes de diferentes ideologías alternen en el poder, así hayamos tenido hegemonías, como la que se inició en 1886 y mantuvo al Partido Conservador durante medio siglo en el poder, o la más corta, que llevó al liberalismo a gobernar entre 1930 y 1946. Algunos intelectuales de izquierda consideran que, a partir de la Independencia hasta nuestros días, se instauró una hegemonía liberal-conservadora, pero lo mismo podría predicarse de Inglaterra, Estados Unidos y otras naciones democráticas.

Lamentablemente, nuestra hermana República de Venezuela viene sufriendo desde hace 20 años una dictadura que, poco a poco, se ha convertido en tiranía, con algunos ribetes electorales, mas no democráticos, y un dominio militar claro, todo ello bajo la tutela de Cuba. Al manejo dictatorial antidemocrático, que se aprovecha de los mecanismos formales electorales, se suman otras condiciones de la revolución del socialismo del siglo XXI, que agravan la situación de nuestros vecinos no solo por su ideología marxista-cubana, sino por la torpeza de los presidentes Chávez y Maduro. La que fue tal vez la nación más rica de la región se convirtió en un territorio de hambruna y miseria. En dos décadas de populismo neomarxista se ha destruido el aparato de producción, se han desvencijado las instituciones, se ha perdido la tranquilidad ciudadana y se ha corrompido hasta los tuétanos el poder. A diferencia de la mayoría de dictaduras militares, las de Cuba y Venezuela han arruinado a sus pueblos al aplicar el marxismo trasnochado a las reglas de la economía.

Conceptos y principios como libertad, respeto al ciudadano, división de los poderes públicos, derechos humanos, alternancia en el manejo del Estado y justicia independiente pueden sonar huecos y retóricos cuando se pronuncian o se leen, mas no cuando se padece por su ausencia. Hoy los ciudadanos venezolanos están sufriendo directamente lo que es la pérdida de los derechos mínimos, la falta de libertades, la manipulación de la justicia, la amenaza física de la bota militar, la imposibilidad de reemplazar a un gobernante inepto por la vía democrática, y —por si ello fuera poco— la destrucción de la economía y de la riqueza. La falta de libertades es dura, pero cuando se acompaña de hambre, enfermedad y terror es intolerable.

Aprendamos del dolor de nuestros hermanos venezolanos: que el sufrimiento de ese pueblo digno nos sirva de ejemplo para no caer dentro de un tiempo en la trampa del populismo socialista del siglo XXI.

2019-año-plano. Jaime Arias

2019, un año plano

Generalmente esperamos que cada año nuevo sea mejor que el anterior en la vida personal y en la colectiva, como nación, pero eso no pasa de ser un simple deseo, basado en el sentimiento de que las cosas deben mejorar y que tanto las personas como las sociedades tienden al progreso continuo. En el caso de los individuos, los años de niñez y juventud suelen ser los que traen más cambios positivos y de progreso, y convierten el vivir en un período rosa; para una población selecta que se prepara, la actividad profesional y de negocios significa, durante los años productivos, cosechar triunfos, ganar más dinero y reconocimiento, y construir un futuro sólido. Sin embargo, para la mayoría de las personas la existencia, año tras año, tiene lugar sin mucho avance y, en general, para quienes cruzan la barrera de la tercera edad, cada año hace parte de un existir repetitivo y de un lento declive. Tal vez este panorama pueda

aparecer como pesimista, pero, con frecuencia, corresponde a la realidad; afortunadamente la mayoría no suele tener mucha conciencia de la necesidad de crecer y progresar, y no se atormenta con ese tipo de consideraciones.

En el caso de Colombia, si los pronósticos se realizan de una manera racional y científica, con fundamento en la capacidad real de crecimiento, mirando las tendencias, el progreso de los últimos años, y factores positivos y negativos de la vida social y de la economía, probablemente el año que comienza va a resultar plano, al menos para la nación, como agregado. Es mejor el realismo ilustrado que vivir de ilusiones, escuchar los discursos optimistas de los gobiernos, o soñar con mejoras que probablemente no llegarán. El progreso, cuando ocurre, suele ser lento, paulatino, casi imperceptible, con excepciones como la de los tigres asiáticos —comenzando con China—, y, en esos casos, los resultados se obtienen gracias a décadas de preparación silenciosa.

No existen muchas razones para pensar que el nuevo año va a ser maravilloso, como tampoco las hay para intuir que será malo: es mejor tener un optimismo moderado, querer y hacer lo posible para que las cosas salgan razonablemente bien sin crear expectativas inalcanzables. La economía viene en lenta recuperación con crecimientos moderados, y, de continuar con ese ritmo, nos tomará más de un cuarto de siglo alcanzar el nivel de vida que tienen hoy países como España e Italia, y más de una década alcanzar a Chile, en nuestro continente.

Este nuevo año tendremos un impacto menor por cuenta de la Ley de Financiación o minirreforma tributaria, impulsada por el ministro Carrasquilla, y en los sucesivos el impacto podría ser neutro o negativo. Algunas inversiones podrían activarse con las medidas adoptadas en la misma ley, como sucede con las relacionadas con la economía naranja y las que pudieran hacer los grandes grupos económicos; el alza de salarios podría contribuir en menor grado a mejorar el nivel de consumo de los que devengan el salario mínimo, pero no será un renglón que incentive el empleo; los precios de las materias primas están estancados, incluyendo el petróleo que es para nosotros importante por las implicaciones fiscales; la producción industrial se mantiene, pero sabemos que es de bajo valor añadido; la productividad, base del poder de competitividad, sigue en niveles bajos. Lamentablemente, podrá seguir creciendo la renta de los narcocultivos, lo cual aporta poco a la economía nacional y, en cambio, exige mayores gastos en defensa y justicia. Para finalizar, viviremos el efecto de la política, cada vez más enredada y polarizada: las elecciones locales de octubre marcarán la agenda del Congreso y serán un factor de agitación, pues constituyen el indicador principal de aprobación del gobierno Duque.

Del ámbito gubernamental podrían esperarse mejores resultados que los del año anterior, mas no extraordinarios.

ministerio-de-ciencia. Jaime Arias

Ministerio de Ciencia

La recién aprobada ley que crea el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación ha sido recibida con júbilo en muchos ámbitos —sobre todo en el académico— y con escepticismo en otros, pero al final es una noticia importante que por lo menos crea expectativa, ya que desde hace muchos años se venía hablando de la necesidad de crear una institución, a nivel de las demás carteras ministeriales, con el fin de impulsar la actividad científica en el país. Casi por unanimidad se le dio paso a esta iniciativa del senador antioqueño Iván Darío Agudelo, lo que significa que todos los sectores políticos se unieron alrededor de la norma legal.

Colombia, desde hace medio siglo, ha intentado mediante diversas figuras administrativas impulsar la ciencia, ensayando inicialmente la figura de un fondo para la promoción de esta, convertido hasta hace poco en un instituto

—inicialmente bajo el Ministerio de Educación— que llegó al estatus de departamento en los últimos años. Colciencias ha cumplido la tarea encomendada organizando un sistema de ciencia con líneas de financiación a proyectos en diferentes campos (agricultura, educación, salud, ciencias básicas, sociales, etc.), definiendo criterios para la clasificación de grupos de investigación, apoyando mediante becas a estudiantes de doctorado y propiciando encuentros entre investigadores. ¿Qué más podrá hacer el nuevo ministerio? Los escépticos sostienen que aquí se pretende resolver todos los problemas con leyes, con nuevos entes burocráticos o con mayores presupuestos públicos, y al final muy poco se soluciona.

Desde hace tiempo se dice que la investigación en Colombia está pobremente financiada y eso es cierto: el presupuesto de Colciencias fue este año de 340.000 millones de pesos, mientras que en países desarrollados puede ser cien veces superior en relación con el PIB. La investigación es costosa: sobre todo lo son los investigadores que en algunas universidades públicas ganan más de 20 millones de pesos mensuales. El problema es el bajo costo-beneficio de la mayor parte del gasto en investigaciones, cuando es medido por las publicaciones meritorias en revistas indexadas, por el valor y utilidad de muchas de las tesis doctorales o por las patentes aprobadas. Los resultados de la investigación nacional a lo largo de los últimos cincuenta años han sido tan exiguos que los gobiernos y el Congreso han perdido la confianza en ella como inversión que renta, social o económicamente.

Pensamos ingenuamente que invertir en ciencia dura es como construir carreteras, edificar escuelas, extender las comunicaciones o aumentar el número de doctores, cuando la esencia del problema está incrustada en lo más profundo de nuestra cultura, por no decir que del ADN. Desde la larga etapa colonial de más de tres siglos existe una actitud adversa a lo científico, que se mantuvo en la etapa republicana. A continuación, en el pasado siglo, los latinoamericanos, con excepciones honrosas, hemos ignorado o eludido la ciencia, bien porque no la entendemos o bien porque jamás se nos inculcó desde la niñez.

Algunos piensan que podemos dar el salto directo a la tecnología y a la innovación ignorando que estas tienen una línea de conducción directamente relacionada con las ciencias básicas, la matemática, la estadística y ahora con la gestión de datos. Otra equivocación es pretender que mediante la formación de doctores (Ph. D.) en grandes cantidades, y en universidades con poca capacidad investigativa, resolveremos la situación. Con todo respeto hacia los doctores, cabe señalar que muchos de estos no son investigadores idóneos y su producción científica es casi nula; la investigación implica una formación especial muy profunda y larga en los diferentes campos del conocimiento y en las diversas metodologías de indagación. Estas capacidades no están limitadas al mundo anglosajón o a Europa: hoy Japón, China, Corea y otros países asiáticos están adelantando investigaciones sofisticadas de tipo experimental y no experimental, mientras nuestra región, incluyendo a México y Brasil, aporta un porcentaje bajo de los resultados.

En investigación, tecnología e innovación debemos preguntarnos qué debe ir primero, ¿el huevo o la gallina? Sin recursos económicos no se impulsará la investigación, pero invertir en investigación puede resultar improductivo, al menos en el mediano plazo, cuando hay tantas necesidades y proyectos más rentables. Ojalá el nuevo ministerio resuelva el acertijo y encuentre las mejores opciones para invertir en proyectos que, mediante métodos rigurosos de investigación adelantados por personal idóneo, resuelvan problemas nacionales y universales, y produzcan verdadero impacto en la sociedad.

Por otro lado, en países con una cultura de administración pública diferente a la nuestra existen agencias especializadas que producen más resultados que los ministerios, mientras que en otras partes el modelo organizativo se fundamenta en un número grande de carteras ministeriales, muchas de menor importancia. Nosotros ya tenemos 15 ministerios y, además del correspondiente a Ciencia, se creó hace poco el de Cultura, mientras que el de TIC reemplazó al de Comunicaciones. También se han propuesto carteras para la Mujer, la Paz, la Juventud y el Deporte.

Lo mejor de la Ley de Ciencia es su sencillez y sus objetivos concretos: desarrollar el Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación (SNCTI), elaborar políticas públicas que impulsen la ciencia y eleve su calidad, fomentar las ciencias básicas, aplicadas o de transferencia y crear ejes transversales que visibilicen su papel en cada sector de la vida nacional, elaborar los Planes Nacionales de Ciencia, crear institutos de investigación y comprometer a las regiones en el trabajo científico.

Existe un movimiento de la academia, respaldado por amplios sectores de opinión, que reclama mayor atención para la educación, la ciencia y la cultura, y que ya está cosechando frutos en cuanto a la asignación de mayores partidas presupuestales destinadas a la educación superior y básica, y en el futuro, a la ciencia. Creo que todos estamos de acuerdo en que, si anhelamos cambios paradigmáticos de fondo y de largo plazo, necesitamos fortalecer la educación y las investigaciones científicas y tecnológicas, ser más innovadores y emprendedores; en lo que no estamos de acuerdo es en el camino a seguir para llegar allá. Ojalá esos frutos se traduzcan en un cambio social de fondo, en el fortalecimiento de la cultura del experimento, de la innovación y del emprendimiento, y en una juventud con alto sentido ético y estético, mejor capacitada para enfrentar los desafíos de la nueva economía.

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Belisario: sí se pudo

Belisario Betancur pasó, como dicen los anglosajones, a la existencia posterrenal de la memoria popular, del cariño de las gentes y del reconocimiento por su legado. Ha entrado en el pabellón de las figuras históricas nacionales, que vivieron una vida en mayúscula, intensa y plena, de mucha influencia sobre la comunidad nacional, y que, al final, dejaron una huella en las generaciones que las conocieron o supieron de ellas.

Murió a los 95 años como si hubiera vivido dos siglos, por su compromiso con causas superiores, por sus múltiples batallas, por la intensidad que imprimió a su existencia en diversos ámbitos y los campos de acción que abarcó, y, también, por los muchos años vividos, gracias a su salud y fortaleza física. Se sabe que dormía menos de 4 horas diarias y que su mente trabajaba sin descanso el resto del tiempo, ya dedicado a las lecturas, a los estudios, o al diálogo en permanentes tertulias y reuniones de trabajo.

Estamos, pues, ante un caso singular y ejemplar, que, a pesar de su alta posición, llevó un modo de vida sencillo, familiar, casi campesino, sin aspavientos ni exigencias. Por ello, la imagen proyectada por Belisario —como lo llamó el país— fue la de un hombre de familia sencillo y bonachón, dedicado al cultivo de las letras y a la cultura, amigo leal, honesto, trabajador, astuto en las lides políticas, pero con carácter independiente; todo ello sin abdicar de sus creencias cristianas y conservadoras. Por lo que fue y por lo que construyó, Belisario puede ser considerado uno de los grandes del país.

Quienes tuvimos el privilegio de trabajar a su lado somos testigos de su devoción a la patria, su respeto por la institucionalidad y las leyes, su fidelidad a la tradición y la historia, su fe en la capacidad de superación de la sociedad colombiana, su decisión inquebrantable en la búsqueda de la paz, su preocupación por la inequidad y la injusticia social, y su entusiasmo por las artes, las culturas autóctonas y las letras hispanoamericanas.

El lema de la campaña que lo llevó a la presidencia fue “Sí se puede”, consigna que advertía que con empeño se pueden superar las barreras más altas. Así, después de tres intentos fallidos, ganó las elecciones para presidir un Gobierno de amplia participación en circunstancias difíciles como pocas veces se habían presentado, ya por fenómenos de la naturaleza —como el terremoto de Popayán y la desaparición de Armero—, por motivos políticos y de orden público —como la toma sangrienta del Palacio de Justicia perpetrada por el M-19, la muerte de miles de seguidores de la Unión Patriótica que hizo fracasar los intentos por alcanzar una paz con las FARC, y el asesinato de Lara Bonilla, que condujo al país a una guerra sin cuartel contra las mafias del narcotráfico—, o por circunstancias adversas de la economía —como la crisis financiera de los ochenta, que supuso la toma de medidas heroicas para salvar la banca y la sostenibilidad nacional—. A pesar de tan difíciles obstáculos, Betancur demostró que sí se podía.

La vida del expresidente abarcó cuatro períodos. El primero comprende su niñez en un hogar campesino pobre de Antioquia, sus estudios en la escuela rural y en el seminario, y finalmente su formación como abogado en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. El segundo período, largo y lleno de sacrificios, abarca cerca de 30 años en los que forjó su carrera diplomática, política y de periodista hasta llegar a la Asamblea Constituyente, y, posteriormente, al Congreso como seguidor de Laureano Gómez. La tercera etapa comprende sus campañas presidenciales frustradas, como conservador e independiente, hasta llegar al poder en 1982, e incluye sus cuatro años de gobernante. La última etapa, también de unos 30 años, fue fecunda en realizaciones, pero ocurrió lejos de la política: constituyó el período más intenso de su actividad como promotor cultural y como intelectual, desarrollada en buena medida desde la Fundación Santillana para Iberoamérica y desde la academia.

Belisario vivió una vida larga, ejemplar y envidiable, plena de trabajo y sacrificio, pero a la vez colmada de realizaciones, y, por ello, ha entrado con todos los méritos al panteón de los grandes de Colombia. Merece un justo descanso.

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Marchas y protestas: el pan de cada día

Las manifestaciones por descontentos con gobiernos y con el sistema económico-político imperante se han vuelto un lugar común en el mundo desarrollado, en países intermedios, y, desde luego, entre nosotros. La administración Santos tuvo que enfrentar varios paros, huelgas y marchas, los cuales trató de resolver ofreciendo soluciones financieras —pues el asunto es de dinero— que no cumplió o cumplió a medias. Los manifestantes aprendieron que el método funcionaba, como en efecto sucedió con agricultores, cocaleros, camioneros, maestros y otros; sin embargo, en los últimos meses del mandato pasado cesaron estas movilizaciones de protesta pues se sabía que las arcas estaban vacías.

 

Lo que viene sucediendo en los últimos días merece atención porque podría llegar a ser la forma de presión más utilizada en los próximos cuatro años. Este método puede convertirse en un dolor de cabeza no solo para el Gobierno, por las perturbaciones al orden público, sino también para la ciudadanía, por las amenazas a la tranquilidad y los desmanes que estos movimientos casi siempre conllevan.

Las marchas en sí no son censurables, pues constituyen una forma democrática de expresar molestias o insatisfacciones, pero este tipo de expresiones populares deben obedecer reglas, tener un carácter pacífico y ser estrictas en cuanto a los tiempos, formas y lugares en el que transcurren. De hecho, en Colombia, como en casi todos los países, existen condiciones para hacer manifiesto el descontento, aun cuando no obedecen a reglamentos claros. Antes de tomar posesión del cargo, el nuevo ministro de Defensa se pronunció sobre la necesidad de reglamentar este tipo de expresión, ante lo cual le cayeron rayos y centellas.

Se dice que en las manifestaciones públicas la mayoría de los participantes son personas de bien que simplemente expresan su inconformismo de manera tranquila, sin la intención de alterar el orden o causar molestias al resto de ciudadanos, pero que algunos perturbadores profesionales, casi siempre encapuchados, se cuelan para generar intranquilidad y causar todo tipo de vejámenes. ¿Cómo podemos distinguir los manifestantes tranquilos de los saboteadores?

No faltan razones para que existan los descontentos: los presupuestos no alcanzan para cubrir todas las necesidades y aspiraciones, todavía un sector amplio de la población vive en condiciones de pobreza relativa y absoluta, la corrupción de los diferentes centros del poder público sigue campeando, existe un sentimiento de inseguridad generalizado, la economía no despega… Sin embargo, atribuir estos problemas a Duque es equivocado e injusto. Él y su equipo necesitan tiempo.

Entonces, más allá de justificaciones serias que puedan respaldar algunas de estas expresiones populares, existen otros móviles detrás de las marchas estudiantiles y de otras que se anuncian. Es posible que se esté orquestando una movilización permanente e intermitente para crear un sentimiento de zozobra que deteriore el ambiente de confianza que necesita cualquier gobierno para impulsar su agenda de cambios. Si a esto se suma la resistencia del Congreso para sacar adelante las iniciativas de origen gubernamental, estaríamos avanzando hacia una tormenta perfecta en pocos años. No olvidemos que el propio Gustavo Petro anunció la misma noche de la elección presidencial que se prepararía para abanderar la protesta social y él es experto en esa clase de movilizaciones.

No se trata de ver fantasmas donde no existen, pero tampoco de caer en la ingenuidad de pensar que las movilizaciones estudiantiles son completamente ajenas a móviles de índole política. Si esto está ocurriendo a menos de cien días de instalación del nuevo Gobierno, ¿qué podemos esperar para los próximos años? Se necesita mucho diálogo y serenidad, pero a la vez mano firme y no caer en la estrategia equivocada de ceder ante cada marcha, o negociar con dineros que no existen. Si el Poder Ejecutivo se queja de que faltan 14 billones de pesos para cerrar el presupuesto de 2019, esto sin apropiar recursos necesarios en varios frentes, ¿de dónde saldrán los fondos para financiar las protestas de los próximos tres años?

Se necesitará mucho tino para saber cruzar la frágil línea que se traza entre la defensa de legítimos intereses de sectores ciudadanos que deben respetarse en el Estado de derecho y las pretensiones de movimientos de oposición de crear caos y descontento.

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Los descalabros de la Ley de Financiamiento

El trámite y los debates sobre la llamada “Ley de Financiamiento” han sido decepcionantes y mostrado improvisaciones para discutir un asunto tan serio. Nos recuerda las anteriores reformas del ministro Cárdenas en busca de fondos adicionales para financiar el posconflicto, las promesas a los paros y programas yuppies como Ser Pilo Paga, entre otros. Sobra comentar que cada candidato presidencial en las últimas décadas ha anunciado que, en caso de triunfar, no aumentará los impuestos; sin embargo, una vez elegido, procede a presentar una o varias reformas tributarias durante su mandato, según vayan apareciendo las necesidades y las cuentas presupuestales. Eso no es serio ni ayuda a la seguridad jurídica: afecta la credibilidad de parte de los electores y ahuyenta el ánimo inversionista.

El tema impositivo es tan importante que tradicionalmente ha sido la principal razón de ser de los parlamentos. No se puede desconocer que existe una relación entre impuestos, presupuesto, programas sociales y regla fiscal, por lo cual en cada caso debe procederse con enorme cautela y responsabilidad. Quince reformas tributarias en los últimos 30 años demuestran la poca seriedad de los gobiernos en una materia tan delicada. Cada vez que se presenta un proyecto para modificar los tributos se le dice al país que esta sí será la verdadera reforma estructural y la última con la que se corregirá de una vez por todas el crónico déficit que desde hace años afecta los recursos de la nación.

Si bien es cierto que los principales contribuyentes son las grandes empresas y que parte considerable de los ciudadanos está por fuera de la base tributaria, las decisiones sobre impuestos afectan no solo a los empresarios grandes y medianos, sino a los contribuyentes individuales —la mayoría perteneciente a la clase media— y a la ciudadanía general, incluyendo a los más pobres, quienes deben pagar automáticamente el impuesto al valor agregado (IVA).

Al final, ¿quién se beneficia del aumento de las mayores cargas tributarias? Los mayores ingresos le sirven al Gobierno para adelantar algunos programas sociales y de inversión, al paquidérmico aparato estatal con su burocracia parasitaria, a los contratistas corruptos y, en menor grado, a los beneficiarios de subsidios, que cuestan en su conjunto cerca de 80 billones de pesos cada año. También es cierto que las administraciones están obligadas a ejecutar un presupuesto amarrado por compromisos ineludibles como las pensiones y el pago de la deuda. Se requieren más recursos y muchos contribuyentes estarían dispuestos a pagarlos, pero existe desconfianza sobre la manera como se van a utilizar.

En defensa del alza de los tributos se dice que en los países escandinavos las tasas que pagan los ciudadanos y las empresas son muy altas, superiores al 50 % de los ingresos, pero también los beneficios que reciben del Estado lo son, puesto que el ejercicio fiscal es serio y agrega valor a las economías, mantiene un estado de bienestar y, al final, los ingresos netos después de impuestos son suficientemente altos. Aquí no sucede lo mismo: somos ineficientes, despilfarramos los escasos recursos en gastos suntuarios (viajes, propaganda y publicidad, proyectos improductivos) y el gasto añade poco valor al crecimiento. En otras palabras, el pago de impuestos está deslegitimado y la evasión y elusión son enormes.

Existen dos problemas asociados con los debates sobre impuestos: en primer lugar, no hay planes de gastos e inversiones de envergadura respaldados por la opinión y plasmados en los proyectos de Estado de largo plazo; en cambio, existe un alto margen de improvisación y priman los proyectos de corto y mediano plazo. Además, solo una parte menor del recaudo se aplica a inversiones, mientras las diferentes administraciones se pliegan ante las presiones de empresarios, políticos regionales, sindicatos, estudiantes, camioneros, etc. Por otra parte, se toman decisiones con cifras inexactas sobre las reales necesidades fiscales y nadie sabe realmente que es lo requerido. El Gobierno saliente afirma que no dejó un presupuesto deficitario, mientras que la administración actual sostiene que recibió un déficit de 14 billones de pesos. ¿A quién creerle? En Estados Unidos y en otros países serios eso no sucede, pues agencias independientes del Gobierno y del Congreso son las encargadas de definir los faltantes o los superávits.

Sorprende cómo se juega en el Congreso y en el propio Gobierno con numerosas alternativas sacadas cada día de la manga para tapar huecos, las cuales han sido calificadas por la revista Semana como un verdadero Frankenstein, tales como mejorar la eficiencia de la DIAN, impuesto a dividendos de más de 10 millones de pesos, IVA presuntivo, impuesto para la venta de vivienda usada de más de 980 millones de pesos, elevar los impuestos a dividendos y remesas, gravar las utilidades de los bancos en 3 puntos adicionales, sobretasa a patrimonios líquidos superiores a 5.000 millones de pesos, impuestos para las pensiones, IVA para la cerveza y las bebidas azucaradas. Lo anterior se ha proyectado a fin de recaudar 14 billones de pesos, o, en último caso, 6 billones, como si se escarbaran fichas para utilizar en un juego de mesa. Para algunos, ese juego demostraría la astucia y la imaginación de funcionarios y políticos; para otros, representa una ausencia de profesionalismo en las decisiones de macropolítica económica. Al tiempo que se inventan toda clase de posibles imposiciones, se le siguen dando gabelas a las grandes empresas para que inviertan y se mantienen exenciones y ventajas tributarias a determinados sectores.

Si la situación fiscal es tan apretada como dice el ministro Carrasquilla, lo debido es que el Gobierno se apriete el cinturón y no se acuda como siempre al bolsillo de los contribuyentes.

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Duque y las encuestas

En su entrevista con María Isabel Rueda, el presidente Duque aseguró que él no gobierna de acuerdo con las encuestas, pero las analiza; ello debe ser así, particularmente, porque no existe la posibilidad de ser reelegido y su mandato tiene una duración definida de 4 años que se van agotando. Sin embargo, ¿por qué accede o busca esta entrevista? La respuesta es sencilla: en las democracias en crisis del siglo XXI la opinión ciudadana se ha convertido en un parámetro ineludible que debe ser tenido en consideración por los mandatarios, más allá de la agenda de gobierno, y Duque no resulta ajeno a esa circunstancia.

¿A qué gobernante no le preocuparía estar casi por debajo del 30 % de opinión favorable cuando apenas ha cumplido 100 días de mandato? Hay algo en el

ambiente que no satisface ni a los adversarios políticos ni a quienes acompañaron al presidente en su elección. Nixon, en su discurso “La mayoría silenciosa” de 1969, definió al líder político en los siguientes términos: “Ha de estar en la disposición de adoptar actitudes impopulares cuando estas sean necesarias, y cuando encuentre necesario adoptar una medida impopular tiene la obligación de explicarla al pueblo, pedir su apoyo y conquistar su aprobación”. El gobernante debe mantener abierta una comunicación para decir lo agradable y lo desagradable, para educar y para mantener la confianza de la población.

Estas encuestas son curiosas y quizá injustas, pues Duque ha sido fiel a sus promesas (tal vez con excepción de la reforma tributaria o Ley de Financiamiento). Ha mostrado una excelente voluntad para ejecutar iniciativas favorables a las comunidades; se rodeó de un equipo técnico idóneo sin tener en cuenta las presiones politiqueras; es un hombre decente, tranquilo, trabajador (dice que duerme apenas 4 horas cada noche); y despliega energía en sus innumerables viajes dentro y fuera del país, por lo cual no merecería el resultado de la reciente encuesta. Además, ha mantenido el respeto por los acuerdos de paz, asunto que preocupaba a varios sectores, y su relación con Uribe ha sido de respeto mutuo y no de sumisión, como algunos auguraban y otros deseaban.

Duque sabía que enfrentaría problemas técnicos como la financiación del déficit fiscal y la necesidad de utilizar la imposición tributaria como una forma de reorientar el gasto y la inversión, temas de fondo que varios sectores pudientes no dejan tocar pues amenaza privilegios ya institucionalizados. De otra parte, el nuevo presidente era consciente de la necesidad de actuar frente a conductas enquistadas que implican un fuerte desgaste político y personal, como acabar con la “mermelada” y atacar las raíces de la corrupción, problemas que no han sido ajenos a las decisiones tomadas en los primeros cien días. Lo que está por descubrirse es si Duque es un buen presidente técnico o más bien un líder transformador.

Tenemos varios referentes de jefes de gobierno que han actuado desde el enfoque técnico y otros desde el liderazgo transformador. Alberto Lleras Camargo fue un ejemplo de los últimos: visionario y estadista institucional, proyectó con Laureano Gómez el Frente Nacional, que contribuyó a calmar las pasiones y odios partidistas y creó un clima de construcción social que marcó nuestra vida civil por años. En el enfoque técnico estaría la mayoría de gobernantes: por ejemplo, Virgilio Barco o Julio César Turbay, quienes, sin proponerse cambios institucionales, dieron un manejo de ingeniería social para sortear problemas concretos de índole técnica. En medio de los anteriores, podríamos situar a Carlos Lleras Restrepo, tecnócrata por excelencia, pero a la vez líder transformador, que concibió una nueva forma de ver el desarrollo y la organización de la administración pública. Finalmente, existe una cuarta categoría en la que caben gobernantes que ni son grandes tecnócratas ni verdaderos líderes transformadores.

¿Dónde podríamos ubicar a Duque? ¿Es un tecnócrata o un estadista? Aún es muy temprano para anticipar una respuesta, pero lo que ha mostrado en sus primeros cien días de gobierno es que se inclina más hacia la tecnocracia que hacia el liderazgo renovador. El asunto es que, en este momento del transcurrir nacional, pareciera que se necesitan ambas cosas: es necesario resolver los problemas técnicos, pero, a la vez, el país necesita crear una nueva visión de sociedad y remover obstáculos estructurales que tienen raíz en la cultura ciudadana, hacen parte de nuestro ADN, y son difíciles de eliminar.

No debe olvidar nuestro mandatario que una cosa son sus electores, a quienes conquistó para ganar apoyo electoral, y otra cosa diferente los gobernados, es decir, toda la ciudadanía, que exige otro enfoque de comunicación y de relacionamiento. En ambos casos debe procurarse el ejercicio de la capacidad de influencia sin depender de los vaivenes de la opinión. No es fácil interpretar las encuestas, calibrar los pareceres, ni manejar las reacciones de amigos y contradictores.

Sabe muy bien el presidente Duque que existen diferentes espectros de opinión que deben ser entendidos y atendidos, tales como la ciudadanía, las ramas del poder, sus cercanos colaboradores, los medios de comunicación, la comunidad internacional y el empresariado, por citar algunos. No son ni Maluma ni Carlos Vives quienes van a ayudarle a conectarse con el país y sus problemas, sino una actitud madura, firme, visionaria, cercana al pueblo, pero a la vez distante cuando corresponda. No hay que caer en la esclavitud de las encuestas; sin embargo, debe entender que la luna de miel ya pasó, que el país se ha exacerbado, que las redes sociales son peligrosas, que existe problemas técnicos que pueden resolver sus él y sus ministros, pero que en el trasfondo estamos inmersos en situaciones críticas, las cuales demandan acciones intrépidas.

Los países esperan mucho de sus gobernantes: orientación, seguridad, tranquilidad, optimismo, equilibrio, innovación. Duque tiene muchas aptitudes para mostrar un nuevo estilo, pero requiere tiempo. Cien días no son suficiente: necesitamos esperar por lo menos un año para saber si los colombianos acertamos en su elección.

 

Última actualización: 2023-07-11 17:05