Reflexiones del profesor Carlos Alfonso Aparicio sobre el conflicto vivido en nuestro país, a la vez que hace un llamado para que se escuche a las víctimas de la violencia.
El conflicto que tantos años hemos vivido en nuestro país nos ha tocado de forma directa o indirecta a casi la totalidad de quienes lo habitamos. De la misma forma, como cada uno de nosotros tiene una posición en las situaciones de la vida, igualmente proyecta una mirada particular del conflicto y de lo que imaginamos en un estado de posconflicto. En este breve escrito, pretendo hacer una reflexión desde mi experiencia docente en zonas de conflicto del país.
Hay cinco regiones de nuestra nación que recuerdo con gran aprecio y también con gran dolor por lo que he percibido de ellas en charlas, talleres y trabajo particular con jóvenes y adolescentes: los Llanos orientales, Sucre, Córdoba, Nariño y el Alto Cauca. Cada una tiene sus propias características, demografía, historia y modos de comportamiento en un estado de violencia, privación y pobreza, pero, a la vez, un común denominador: el miedo y la destrucción, tanto física como del respeto al ser humano; esto, agravado con la indefensión a la que se ven abocados quienes debían ser los más protegidos: niños, adolescentes y jóvenes.
En medio de un complejo protocolo de seguridad, llego a las aulas de clase y en algunas regiones me digo internamente: “Llegó el profe blanco”. Así me siento cuando estoy en escenarios de población afrodescendiente y en zonas indígenas, grupos que en su totalidad representan cerca del 25 % de nuestros colombianos. Ellos sufren una notoria desigualdad en acceso a bienes y servicios, además de fuertes disputas territoriales entre diferentes grupos armados.
Allí se percibe una violencia directa, producto de muertes, torturas, dominación, narcotráfico, reclutamiento forzado, desplazamiento y violación a los derechos humanos. Aquella violencia se refleja especialmente en los jóvenes que han sufrido castigos físicos y psicológicos, cuyas consecuencias se evidencian en baja autoestima y en odio, por ausencia de familia o fuentes de amor a su alrededor.
Los jóvenes afectados por la violencia buscan defenderse también con violencia, en esa intención por demostrar su poder y marcar territorialidad. Mantienen, así, patrones de comportamientos violentos. Sin embargo, a pesar de esta problemática, es admirable encontrar maestros y líderes locales con grandes deseos de transformación, quienes, mediante acciones de intervención, buscan para estos jóvenes preparación para la vida, desaprendizajes del arraigo violento, apoyo con el propósito de lograr la permanencia en la educación secundaria y oportunidades vocacionales hacia la formación para el trabajo o la educación superior.
Cuando regreso a Bogotá, esta ciudad representa para mí una tranquilidad comparativa con la violencia visible, pero sigo viendo escenarios de violencia invisible, como minimización de otros, representación de la “viveza” de los competitivos, dominación por el poder, abuso de autoridad, burlas, discriminación, ridiculizaciones y, particularmente, indiferencia de los capitalinos ante actos atroces.
En esta sociedad de conflicto, los padres, los maestros y los adultos honorables han sido cambiados por los héroes de la violencia en sus diferentes representaciones, no solo de actores armados.
Los jóvenes necesitan referentes y hay que rescatarlos de entre mucha gente pasiva y callada que puede participar en esta reconstrucción, al adoptar nuevas formas de relacionamiento y entendimiento entre todos, con una concepción de convivencia como seres humanos.
Definitivamente, como docente quiero desplazarme libremente por todo el país, llegar a los salones y estar con jóvenes que no tengan miedo, que gocen del deseo de aprender, que disfruten la vida sin el recuerdo de la muerte de sus seres queridos (muchas veces en su propia presencia). Ruego para que llegue rápido un acuerdo y que después de este se generen todas las condiciones para llegar a un posconflicto a fin de que podamos vivir en un país tranquilo, que no hemos conocido por el momento histórico que nos ha tocado vivir. En un país tan hermoso, con tanta diversidad de geografía, gentes, lenguas y culturas, debemos hacer un llamado para que adoptemos el lenguaje del amor y alcancemos el reconocimiento del otro con afecto y respeto.
Confío en un estado de posconflicto, en el que las instituciones públicas y privadas trabajen para solucionar las causas generadoras de la violencia, donde reine el respeto y el reconocimiento del otro. Para esto no hay que tener vivencias en zonas geográficas de conflicto, simplemente que cada uno de nosotros se convierta, desde su posición, en un ciudadano constructor de paz.
Cierro esta reflexión retransmitiendo el llamado de niños adolescentes y jóvenes en zonas de conflicto, para que sean escuchados en su clamor por un país con mejores condiciones para su desarrollo y donde puedan ejercer su derecho a vivir sin miedo, confiando en los adultos que les han impedido la alegría de vivir y de educarse en un ambiente de amor.
_______
Carlos Alfonso Aparicio Gómez
Secretario Académico (e) de la Facultad de Ciencias Administrativas, Económicas y Contables
Bogotá, D. E., 15 de marzo de 2016