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“Los fantasmas del Faenza”

En este relato de ficción, María del Rosario Ortiz se inspira en una leyenda urbana —los fantasmas del Teatro Faenza— para rescatar la memoria de uno de los íconos arquitectónicos de la ciudad durante un momento crucial de la historia: “El Bogotazo”.

Fantasmas del Faenza

 

Juan, bogotano de pura cepa, de unos 35 años, vivía con su madre en el barrio Egipto, en una casita que les había dejado su padre.

Todos los días, Juan montaba su “oficina”, como ostentosamente llamaba a un puesto situado en la acera del frente del Ministerio de Hacienda y que consistía en una pequeña mesa metálica en la cual cabía, a duras penas, su herramienta de trabajo: una máquina de escribir Underwood. Juan prestaba sus servicios como redactor de peticiones respetuosas para diferentes entidades gubernamentales, demandas laborales o cartas de amor que prefería hacer manuscritas por su buena letra. Pero su oficio más común consistía en preparar declaraciones de renta.

Al mediodía del 9 de abril de 1948, Juan leía el periódico. Buscaba la lista de los cines para averiguar qué películas se proyectaban en los teatros de la ciudad.

—¡Uy! —exclamó—. Hoy dan en el Faenza una película italiana sobre la segunda guerra mundial.

El vecino del puesto de Juan, otro hacedor de declaraciones de renta, se dirigió a Juan:

—¡Usted si se tira toda la plata en cine, no! —le dijo.

—Pues sí —le contestó Juan—. Uno aprende mucho con las películas. Desde muy chiquito (tendría unos diez añitos), me iba después de la escuela al Teatro Faenza. Como no tenía con qué pagar la boleta, me colaba subiéndome por un poste de luz que quedaba por el costado de la terraza del teatro y por una rendija me metía. No se imagina las buenas películas francesas, italianas, colombianas y gringas… Pero no solo veía películas: también presentaban obras de teatro infantil en los matinales de los domingos y hacían fiestas de disfraces, reinados de belleza, desfiles de comparsas de carnaval... Asistían personalidades, por ejemplo, el doctor Olaya Herrera y gente de la sociedad bogotana…

El recuento se interrumpió cuando un hombre que corría vociferaba:

—¡Mataron a Gaitán, mataron a Gaitán!

Juan colocó la máquina de escribir en el estuche, llevó su mesita de trabajo y su butaco a una tienda vecina en la que la dueña, por unos pesitos, le dejaba guardar su “oficina” en un rincón de la trastienda. Salió volado hacia su casa.

Por las calles bajaban, de los barrios de Egipto y Las Cruces, hombres y mujeres que gritaban:

—¡Mataron a Gaitán! ¡Abajo la oligarquía! ¡Asesinos!

Algunos blandían sus machetes en forma amenazante.

Juan, al llegar a su hogar, lo primero que hizo fue prender la radio, siempre sintonizada en la Radio Nacional. Voces de dirigentes de la vida política del país comentaban los sucesos que estaban ocurriendo en la ciudad. Unos llamaban a la calma, otros incendiaban los ánimos gaitanistas. Cambió el dial para escuchar las noticias en la “Voz de la Víctor”. Se hablaba del linchamiento del asesino de Gaitán, de los saqueos e incendios en el centro de la ciudad…

Juan pensó en su novia, María, que trabajaba como mesera en el Hotel Regina, situado a muy pocas cuadras de donde habían asesinado al líder.

Salió de su hogar. Intentó bajar por la calle 11. Imposible. La muchedumbre seguía gritando:

—¡Abajo la oligarquía!

Esquivando gente, empujando, metiéndose por las calles y carreras más despejadas, llegó finalmente a la Avenida Jiménez. El caos, tranvías ardiendo, cuerpos que yacían en el suelo, almacenes saqueados, hombres que bebían licores finos a pico de botella…

Continuó corriendo por la carrera séptima hasta llegar a la plazuela de Santander. Del Hotel, situado en la plaza, salía una humareda por las ventanas. Juan entró a buscar a María, pero nadie daba razón de ella. Alcanzó el comedor, pero nada. En la cocina, la encontró acurrucada en un rincón, llorando. La tomó por los brazos, la alzó y, junto con ella, se dirigió a encontrar una salida a la calle. Traspusieron la puerta principal del Hotel y continuaron por la séptima hasta la Iglesia de la Nieves: tal vez podrían encontrar refugio en ella. Pero no, las grandes puertas estaban cerradas.

De la peletería de un polaco que quedaba contigua a la iglesia, mujeres regordetas, probablemente marchantas de la plaza de mercado, tiraban al suelo sus negros pañolones y tomaban de la vitrina, cuyos vidrios estaban hechos añicos, estolas, sacos y abrigos de piel de astracán, visón, zorros plateados que ponían sobre su humanidad mientras reían. María se detuvo a mirarlas, pero Juan de un jalón la llevó hacia la calle 22. Tampoco pudieron pasar. Un piquete de policía detenía a hombres y jóvenes, los ubicaban en una de las esquinas y los masacraban sin contemplación.

—Subamos por la 22 —dijo Juan—. Vamos al Faenza.

Cuando llegaron, encontraron pegado en las puertas un letrero que decía: “No hay función”.

—¿Qué están presentando? —preguntó María.

—Roma, ciudad abierta —contestó Juan.

En ese momento, sonaron disparos. Juan y María cayeron al suelo. Juan volteó su cabeza hacia donde estaba María. Tomó su mano y la condujo a la parte superior del Teatro. En la terraza, a través de la rendija donde tantas veces se había colado, entraron los dos.

Ella quedó maravillada con el cielorraso enmaderado. Se sentía una gran paz.

—¡Quedémonos aquí! —le dijo a Juan.

—¡Sí! —le contesto él.

Y allí se quedaron para siempre.

 

Acerca de la autora

Periodista, escritora y activista política en sus años de juventud, María del Rosario Ortiz Santos ha sido testigo de excepción de algunos de los acontecimientos históricos más importantes del país de la segunda mitad del siglo XX y de principios del siglo XXI. En la actualidad, es la coordinadora de protocolo de la Universidad Central.
 

María del Rosario Ortiz Santos

 

María del Rosario Ortiz Santos
Coordinadora de protocolo
Bogotá, D.C., 30 de octubre de 2017
Imágenes: Dpto. de Comunicación y Publicaciones
Última actualización: 2018-10-04 17:10